“Mi vuelo de Pájaro”
- Cabalgando por las Sendas de Tafí del Valle -
(Segundo episodio)
Siguiendo con mi bilocación permanente volando por el mundo con personajes que transformaron el planeta me siento como Saturno con mis sueños hechos anillos orbitando siempre y viviendo en un eterno solsticio. Soy como un satélite girando al rededor desde todos los ángulos y perspectivas en un desfile de soles, lunas y estrellas con sus luces y sombras. Siempre orbitando en busca de la paz y el amor. Ese amor es mi Nido y Mi madre la estrella radiante que nunca se apagará. Y estoy de nuevo en mi Tafí del Valle, que no es del pasado ni del futuro sino que es perenne, que es eterno y que se mantiene vivo. Valle fértil rodeada por los imponentes picos del Aconquija, me ha concedido una vez más el milagro de volar y cabalgar con mi Madre. Lo primero que vi al despertarme en mi visión astral, fue un pedazo de cielo azul entre las mechas del techo de la casa en donde dormía mi madre en su primera parada en la Mula Muerta cerca de la Ollada. El grupo se despierta bajo el manto azulado de un cielo teñido por pequeñas nubecillas que hacían presagiar un viaje despejado. Una alegría afectiva y profunda domina al grupo que se mueve excitante ante la posibilidad de seguir adelante. Mi madre a viva voz grita hacia el silencio ¡El viaje está salvado! con su emoción a flor de piel de volver por esa senda mojada y lograr la cumbre su objetivo. El grupo sigue en esa casa de alta montaña, donde pasaron la noche con una precariedad notable pero en un avanzado confort humano. Tenían un solo baño; un excusado limpio y adecuado a las circunstancias. Desayunan con notable apetito pese al asadito de la noche anterior a su llegada. Preparan los caballos juntados y traído por los muchachos de la casa. Finalmente salen rumbo a Piedras Blancas a las diez de la mañana con el sol recién salido porque a las seis de la mañana todavía lloviznaba. Toman la senda que parte de una loma verde donde hay unos perfectos, redondos carapuncos, los últimos de la región. Bajan y suben por laderas muy sombrías, algunas resguardadas por altísimos árboles, en su mayoría alisos. La futura bióloga hacía notar que las arboledas crecen sobre todo en las laderas que dan al sur y al este. Cruzan las sonoras corrientes de los arroyos que corren por las quebradas, entre dos montañas. Pedregosos, ruidosos, con señas de haber traído hace poco tiempo gran correntada, a juzgar por los árboles caídos junto a su cauce. Acomodan varias veces las monturas en ese bajar y subir. Por tramos, los caballos se enterraban bastante en el barro, y hacían ese ruido como de ventosa, que es el sonido de un placer inigualable que siempre tenía mi madre a todo cambio de la naturaleza. Desde su caballo, saluda, al pasar, a su querida y vieja queñua, con la que se fotografiara ya en una subida anterior y plantó un retoño de la misma en su casa de Tafí. Antes de partir a Piedras Blancas, se acaba la arboleda. Estaba despejado con una visión completa del Cabra Horco, de Chaquivil, San José, y todo el lado oriental del Mala Mala. Allí no hay casi pastos, solo piedras, blancas, casi transparentes, con incrustaciones negras en su interior. Se apean y almuerzan, no muy cómodos en los asientos de piedra, disfrutando a pleno de la maravilla del paisaje, no por conocido menos admirable. Cuando salen del pico, bajan a San José sobre piedras chicas y filosas. De tanto en tanto, un hilo de agua serpenteaba montaña abajo, hacia el naciente. Siempre fresca y cantarina. Al bajar, reconozco que cambia otra vez el paisaje y el verde que se ensancha en sus distintos matices con algunos grupos de árboles conforman un cuadro majestuoso que enciende el alma. Pasan frente a algunas casas, prolijas limpias, que parecían no estar habitadas más que por los perros que aprovechaban su paso para despabilarse y mostrar sus habilidades. Llegan a la casa de doña Adelina, en San José. Es una señora mayor, con edad indefinida, como suele ser esta gente. Doña Adela, vive con su yerno Daniel Rasgido y los tres hijos de éste. El hombre estaba en el patio, cargando leña en una mula. Los chicos se divertían contemplando la escena. La casa está bien cercada, con postes y alambres. Construida con piedra y adobe, ostentaba en su parte superior un prolijo trabajo artesanal que el grupo se detuvo atónito a contemplarlo. Mi madre toma nota de la casa y de sus moradores para después contar minuciosamente los detalles. En la subida escabrosa al llegar a un descampado desmontan un rato y toman mate con bollo. Descansan un poco. También los caballos. Noto que como gentileza propia de la gente de la zona un baquiano con alpargatas y una honda en su cintura acompaña al grupo un largo trecho para indicarle el camino. Se llamaba Walter. Bajan por altos matorrales, y por sendas flanqueadas por piedras monumentales de increíbles porte como los milenarios menhires. En lo alto de una loma, se alza una casa almacén, con palenque en el patio, al que estaban atados varios caballos de parroquianos. En una pequeña galería delantera, colgaban, como ristras de colores, las lanas, que después de teñidas son puestas a secar. Una casa distinta, de varios cuerpos, con aspecto de pertenecer a gente más acomodada. Había flores en el patio, eso sí, siempre cercadas por murallas de cañas, para protegerlas de las cabras y de las ovejas. Dos chicas jóvenes, de negro pelo largo trajinaban en un dormitorio. El grupo se da el lujo de tomar una naranjada en el almacén. Es cuando uno se pregunta - aún en estado de turbación astral - cómo se aprovisiona un almacén a esa altura y me acuerdo de inmediato la historia de los turcos trashumantes que con sus paquetes al hombro recorrían todos nuestros cerros. Los de hoy, por lo menos, tienen mulas cargueras. El sol de la tarde ponía su oro sobre las laderas iluminando la cumbre del Cabra Horco. A esa hora mágica en la que se esfuman las aristas y todo parece de terciopelo, baja, el tropel con mi madre a la cabeza rumbo a Chaquivil. Río abajo, sobresale la casona. Dan un gran rodeo, por pastizales, apremiados por el crepúsculo, que enfriaba rápidamente el ambiente, y convertía a las montañas, en enormes moles azules. Cruzan el río que da en ese lugar una amplia curva alrededor de la morada, y entran al patio por una tranquera de grandes troncos, pasados por el ojal del poste que la protege. Es una antigua y hermosa edificación, la Sala de San José, de Chaquivil. Pertenece, desde hace muchos años, a Catáneo Wilde, quien se aventura, junto a su familia, año tras año, siete horas a caballo, desde Raco para disfrutar del verano allí. Al grupo lo recibe don Bustos, un albañil de Yerba Buena que está viviendo en la casa mientras hace arreglos en la misma. La casa-sala en sí, son dos cuerpos enfrentados, con sendas galerías. La cocina cierra el espacio hacia un lado. El comedor, y dos cuartos, que serían living y dormitorio están hacia el oeste. La posada está en obra. En el comedor, existe una enorme abertura sin ventana. Platos, jarros, y cacerolas guardados prolijamente para ser usada por el huésped de tránsito. El cuarto del lado oeste con chimenea, era más acogedor. Observo al grupo deleitarse al ver apiladas, como esperándolos una docena de camas, con sus colchones y frazadas de gran colorido. Encienden la chimenea. Por el ventanal, diviso como enormes rocas poderosas, temibles, parecían custodiar o amenazar la casa. En el bloque de enfrente estaban dos baños instalados. Había que traer el agua desde el río que corre y zigzaguea cerca. Para cortar camino, es característico subirse a una gran piedra que se asemeja a un tobogán enjabonado y una vez que se cruza la misma se desmonta en una cerca de palos rústicos junto a la construcción. Vacas, ovejas y caballos salvajes desde la orilla, contemplan mansamente la operación. Ya de noche, sacan las camas y las alinean con la cabecera para el lado de la chimenea. Calientan sopa de sobre y la toman con queso. Abren unas latas que acompañan con pan. A la luz de la vela el grupo charla un rato. Arrullados por el rio se van a dormir. Puedo ver como desde la ventana, mi madre semidormida contempla las rocas del jardín que con el resplandor de la luna parecían agigantarse. Por la mañana, un amanecer radiante de sol, avivan el fuego y desayunan un exquisito mate cocido. Se lavan con agua helada del río y preparan el programa. La futura Bióloga debía hacer su trabajo sobre los alisos. Para eso la veo medir y estudiar no menos de ochenta de ellos. Con todos los elementos en sus manos montadas en su caballo con sus bártulos, portadora de varias cajas de plástico guarda sus tesoros. Nuevamente rumbean hacia el norte por una verde cañada donde se sumaban como vagones de tren varias casas, todas de parientes entre sí. Se bajan a saludar a Basilio Velárdez, a su mujer, Daniela Pistan, y a sus hijas Juana y Romelia. El hombre, joven y fuerte, lindo muchacho, ella, una criollita de facciones suaves que me hizo acordar a Benito Linch y al Inglés de los Huesos. Rodeados de un ambiente de pobreza que sobrecoge. Tenían flores bien cercadas. El factor común de esos chicos del cerro es la agricultura primitiva. Uno piensa si realmente tendrán tanto que hacer que no puedan sembrar una huerta. Es una vida tan natural y sencilla que asusta; sobre todo porque han perdido las antiguas habilidades del telar y la rueca, sin conseguir nada a cambio. Basilio, dueño de casa le propone al grupo una visita a la casa de don Pedro Olivares, ahí cerquita nomás, y parten. Él montaba un caballo a medio domar, que todavía no usaba freno o " bocado" de metal. En el camino, los flanqueaban, el negrito, el cerro bayo, y el alto de las minas. Pasan por la cuchilla de las águilas a la cuchilla de los duraznos, laderas totalmente cubiertas de alisos. Trepan esquivando ramas y rodeados de montes, con la caricantina al aire que los libraba de ásperos chicotazos y filosas espinas. La cuesta se empina aún más, haciéndose peligrosa. Cruzan por sendas arropadas por las raíces de los grandes árboles, que formaban como escalones de barro. Llegan por fin a la cima. La meta de mi Madre. La casa del herrero don Pedro Olivares y de su mujer doña Berta. Después de apearse o desmontar en una ancha franja de roca lisa, ascienden a la casa. Prolija, con un telar de herrería bastante completo, cosa no común en estas regiones donde la habilidad de los hombres se termina generalmente en el trenzado y el picapedrero. Les sirvieron uvas y se sientan al sol, junto a la casa. Desde esa atalaya, en la cima de los cerros, como en una nube mirando al frente, se contempla la ciudad de Tucumán en todo su esplendor, con la sombra gigante del Cabra Horco se elevan los Planchones, cerca de la ciudad de Raco. Mi vuelo encendido por la compañía de mi madre empieza a apagarse. La trasformación mística regresa hacia mi cuerpo físico. El grupo se aleja dejando una huella de cielo. Mi Madre me saluda y seguramente la volveré a reencontrar en otro episodio.
Dr. Jorge Bernabé Lobo Aragón
#Argentina #Tucumán #España
Doctor: esto tendría que estar filmado para saborearlo mejor. Bendiciones.
Elsa Lorences de Llaneza.
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