MI MADRE DECÍA… (Una de gigantes)[1]
A la Lucha.
En especial, a los que, como mi Madre (Zulema Angélica
González de Escudero, in memoriam), lucharon por la vida para la Vida, y me
enseñaron a vivirla en plenitud…
Era éste un mundo extraño. De gigantes.
Y
no me cansaba describirlo.
Mi
madre decía que yo era un chico inteligente. Muy inteligente. Y sufría al
decirlo. Sus razones eran humanas y dolorosas al justificarse: que yo era el
mayor de todos mis hermanos y, además, el hombre de la casa. No había más
remedio, pues, que salir a vender. Y ella sufría y revolvía mis cabellos al
darme la bolsa diciéndome, Carlitos, sos
un chico inteligente, muy inteligente, pero no puedo, no tengo otra salida...
Y
retorcía su rostro y se descomponía anudada por esa tos aciaga que la quebraba
en dos, como a esas cañas salvajes que yo veía desmayarse a la vera del río
Salado, sacudidas por el vaivén costero del viento desbandado en el húmedo y
ceniciento calor de enero. Viento roto y ríspido. Punzante y polvoriento.
Plumero sonso y eficiente del puente del ferrocarril que acortaba distancia por
el bajío del valle de inundación con que, Santa Fe y Santo Tomé, mis ciudades
de sábalos barreros, chijíes amarillos y gorriones tostados, se hacían
amigas...
Un
mundo extraño, éste. De gigantes.
Como aquella fantástica mole maciza de hierro y humo leñero que patinaba
por el puente largo y crujiente. Estrepitoso y ronco. “Don; ¡tire dié...!”, gritaba yo. “¡Tire dié...!”. Y una lluvia de centavos brillantes me dejaba
feliz y hundido hasta las rodillas en el lodazal de aquel Valle de los Pobres...
Ah, pero también muchas veces lo había hecho. Eso de tenderme panza
arriba y mirar el cielo, y mirarlo. Mirarlo. Con el susurro de un pensamiento
exhalado por mi alma errante, arrobada por aquella inmensidad sin límites de
espacio o tiempo. Para despojarlo, si la ocasión lo aprobaba, de aquellas
coronas de nubes glotonas que yo deshojaba como a pétalos de cualquier flor
(porque todas son hermosas), para vestirlas luego de ángeles buenos y
serviciales…
La
bolsa a un lado.
Terminaba siempre riendo. Crecer y amodorrarme hasta fundirme en la
tenue marea azul de lo Alto era… un sublime placer. Trepado a ella, yo también
era un gigante.
Pero ahora estaba bajo el árbol. Y fue como una escalera.
Comencé a crecer desde sus raíces y me precipité enhiesto y corpóreo
hacia el océano espacial. No sé dónde dejé los ojos; pero, por algún lado, yo
miraba. Miraba el cielo. Mi cielo.
Fue increíble derramarme en cada rama. Y penetrarlo con brazadas seguras
y firmes, con mis brazos nuevos, de gigante estrenado... En silencio, con todos
los sonidos de mis tristezas y angustias difuminadas por el eco pacífico de aquellas
verdiamarillas olas mansas.
“¡Vago! ¡Vago!”, me gritó de pronto.
Entonces, desperté.
“Vago
de m...!”, repitió.
Claro, aquel torpe vecino de cuadra jamás comprendería... Jamás
entendería el secreto hablado y habido en la flor de los duraznos, ni la
impecable destreza de un primaveral colibrí en celo. Tampoco el valor de los
diamantes cristalinos que titilaban en mi cielo...
Corrí entonces hasta el barrio de casitas blancas contiguo a la villa.
Tenía que vender. Por suerte, la bolsa seguía a mi lado.
Allí también habitaban los gigantes. Como cercando a ése, mi cielo, a mi
rancho frágil y a mis cañas salvajes; a mi viento portentoso, mis trenes
fogosos y puentes de acero burilado; y aquel árbol centenario y bueno que... (Más joven, claro, que el Algarrobo Abuelo
de Antonio Agüero, mi después Poeta de las Cosas Simples y Valederas.
Sanluiseño, él. Más argentino que yo, sin duda, a pesar de sus ancestros
españoles... Los míos; bien criollos. “Hijo, que hay negrura que no es barro;
que a ésa no te la puedo sacar... Somos de raza, ¿sabés?”. ¡Qué iba a saber!).
Sólo que allí
crecían en fila. Hablo del Barrio. De aquel Barrio… Ordenadas las casas,
ordenados los árboles, ordenadas las veredas, ordenadas las calles (aún más
gigantes que mis zanjas de aguas rústicas y putrefactas), ordenados los autos…
Golpeé la puerta.
Tuve un susto cuando su porte lustrado desperezó un ojo metálico y
vivaz. Un chispazo de terror apenas.
Luego, sentí como un agitado trotar tras los muros de la casa. Y un
grito agudo. Un grito de semilla de gigantes. Un grito de aquellos críos que,
cuando crecen, vuelven a poblar a este mundo de gigantes...
“¡Mamá!” –pude escuchar claramente. “Es uno de esos chicos pobres que venden
cosas”. “¿Y qué vende, hijo?” “No sé. Pero tiene una bolsa”. “Bueno, ya voy...
Decile que espere un poco; que ya voy...”.
Y
fue así como, entre el espanto y la audacia, pude ofrecerle lo que llevaba. Era
una amable señora la que atendió. Una gigante hembra y de lo más extraña;
porque todo lo que hay en este planeta me parece extraño. Vivo en un planeta
extraño.
Es que lo que ella notaba sería fácil de describir (y no me canso de
hacerlo desde entonces). Pero claro que, para mí, fue entonces más difícil
imaginarme como ella me veía: negro como soy y colorado como un tomate.
Sí, me observó de cabo a rabo (una expresión que tomo, lo confieso, de
mi tío, el intelectual de la familia). Así como yo miraba al cielo, así me
miró.
Hasta que una mueca extraña, como extraño el planeta, le curvó los
labios rojos, rojos, recién pintados quizás y semiocultos aún por la ceniza
volátil del cigarrillo que hormigueaba entre sus dedos finos, nerviosos y
enmantecados.
No
compró nada. Dijo que eran caros. Y que mis padres no sé qué.
Yo
tomé la bolsa y me fui.
Detrás de ella, el crío sacó una lengua llena de dulce de leche de entre
los dientes, y se burló.
No
entendí nada. Como no entendía al inmundo (perdón: torpe) vecino de mi cuadra
villera que me decía “vago”.
De
todas formas, aquel mundo era para mí un mundo extraño. De objetos y seres
gigantes que no podía comprender ni alcanzar. Excepto con mi voz, o con mi
mente, si prefieren...
El
sol terminaría aquel día (como todos los días), hundiéndose entre las cortinas
verdinegras de las quintas aledañas, y yo comenzaría otra vez a mirar el cielo
(mi cielo), ahora estrellado y entramado por inciertas ecuaciones de vida. Y
sabría cuánto y de qué modo había navegado mi planeta hacia Dios. De algún
pequeño inmigrante (gigante bueno) -primo marinero- lo había aprendido (Aunque,
¿saben? No sería de él sino de mi madre de quien heredaría el mejor de los
tesoros: la fe en Dios -donde estaba papá-. Creo que eso, finalmente, me salvó.
Estoy seguro).
Aquella noche hubo sopa de arroz. La luna prestó la luz que nuestros
viejos candiles no pudieron dar (porque el almacén de la esquina ya no fía más
velas).
Lo
cierto es que, entre sueños, volví a escuchar.
Mi
madre decía que yo era un chico inteligente. Muy inteligente. Y sufría al
decirlo.
Quizás por la manera de referirle yo todas estas cosas. En la sobremesa.
O en su regazo, más tarde. Nunca lo sabré.
Pero eso sí; tal vez mi madre tenga razón y sea yo un chico inteligente.
Cuando cumpla seis años y vaya al colegio, dejaré de vender limones, y
escribiré un libro...
Seré un gigante.-
Adrián Escudero
Qué bello e inesperado final Adián. ¡Cuántos niños hay en el mundo con esta problemática, pobrecitos. Dios bendiga tus Dones. Elsa.
¡Gracias, querida Elsa por el regalo de esta publicación de MI MADRE DECÍA..., a los pies de la INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA!
ResponderEliminarMe emocionó mucho escribirlo. Y me emociona cuando lo leo, y lo veo publicado...
En él detallo ciertos momentos de mi niñez, pero su trama y final son completamente ficcionados.
Que Mamá María, Reina de la Paz y Embajadora de Cristo Jesús nos bendiga, y nos haga santos.
¡Ora et labora!
Adrián.-