Al Amor.
En especial, a los Amantes que supieron conseguirlo...
Disminuya la velocidad. Velocidad, veinte
kilómetros por hora...
Dejo atrás los carteles y me persigno. No estacionar.
Siempre lo hago cuando paso por allí. Al hacerlo, desvío también la
cabeza buscando el templo invisible que se levanta como una esperanza de
trascendencia en su interior. Como el único órgano vivo latiendo mansamente
entre tantos sepulcros... Ajeno al cuerpo de la Muerte que se arraiga en forma
de muro explanado en el olvido, a lo largo de la avenida taciturna. La avenida
Blas Parera santafesina.
Porque es de noche. No muy tarde aún. Tampoco temprano. Como las nueve,
y ellos ahí. Abrazados entre roces de
ternura, alentando la simbiosis del amor capaz de transformar en uno a dos.
Capaz de violar la soberbia racionalidad del universo. Dos. Pero no. Uno más
uno, Uno.
Es
un breve lapso en el que mi mente se detiene y mi alma busca relacionar la
dulce ironía de aquella escena, que es fugaz –que lo será, por cierto, como la
vida-, pues mi coche continúa su marcha arrastrando el rocío noctámbulo de
julio, agrumado en los cristales como gotas de lluvia.
De
vuelta a casa.
Y
sonrío. Porque es cierto lo que sucede ahora
a mis espaldas. Cien metros atrás. Ya, doscientos... Es verdad. He doblado a la
izquierda y luego a la derecha evitando semáforos, ahondándome en la intimidad
solitaria del barrio contiguo al Cementerio Municipal... Al último teatro de la
ciudad, le llamará –tiempo después- un joven escritor santafesino…
Cuatrocientos metros. Y me obligo a una conclusión. He pasado por allí
muchos días con sus muchas noches, ahogado en la fiebre del estío, saturado de
sol, henchido de humedad, aturdido de grillos, maravillado de estrellas. O
aromado de flores. O sacudido de hojas. O adormilado por la opresión del
invierno que, de nuevo, se reedita siempre exasperante y novedoso...
Y
es la primera vez que veo algo así.
Es
un segundo apenas que no alcanza a evitar que yo pueda adivinarlo todo.
La
cintura estremecida de la niña en la calidez del abrazo enérgico. El ronrón de
las palabras de dicha que desata pañuelos de niebla en el aire aterido de esa
noche especial. Para ellos. También para mí. Porque creo y busco el amor por
doquier. Sabiendo que es como una planta a regar todos los días para que
transcienda el tiempo y la distancia...
Porque cerca del aliento fogoso, estremecido, la Muerte acecha. Se
contrae irascible ante la proximidad de lo que ellos representan. Pera nada puede. Ellos son el Amor. Intenta anudarlos entre sus placas marmoladas,
asfixiarlos en sus cavernas nauseabundas, rodearlos como un lagarto horrendo y
fatal, pero no lo consigue. Porque, irreverentes, ni siquiera notan su presencia
abominable. Sólo aman. Se aman. Y Ella no existe para ellos... Hasta que…, al
fin de un segundo de siglos, vuelve a su quietud de torres grises, a sus cruces
de metal oxidado, a su silencio de muro explanado en el olvido, a lo largo de
la avenida taciturna.
Es
entonces cuando, en aquel instante de aquella noche fría y develada, ellos, de
pie frente a ese cuerpo de huesos, crisantemos y calaveras hambrientas, al
amparo de sus paredes crispadas, se dieron aquel beso de amor inolvidable, como
un relámpago, frenético, desbocado, jurándoselo hasta su Nombre inveterado.
Por mi parte, una buena jornada de trabajo.
¿Lo otro? Una imprevista experiencia nocturna.-
ADRIÁN ESCUDERO
ADRIÁN ESCUDERO
Querida Elsa, ángel de Luz...
ResponderEliminarAgradecerte la publicación de este relato que surgió del asombro nocturno de observar, desde mi auto y en aquella noche avanzada, camino a mi hogar (sito en aquel entonces en Bo. Las Flores I), a esa pareja desenvuelta y deshinibida ante la Muerte al acecho, prometiéndose ternuras desde un abrazo de almas enamoradas, en la puerta misma del Cementerio Municipal de nuestra ciudad de Santa Fe (La Capital, Argentina). Fuerte abrazo de Adviento Navideño, amiga del alma y hermana en la Fe y Humanidad. Y en contacto.