A 20 AÑOS DE LA MUERTE DE RENE FAVALORO
PRINCIPE Y MENDIGO
“Dejadme la esperanza”
Miguel Hernández
La sociedad argentina reitera el
hábito nocivo de suicidarse condenando al destierro, el ostracismo, el
silenciamiento o la eliminación a los hombres que la vertebraron con su propia
sustancia de vida y obra. Después, pide perdón o acusa, histeriza y pontifica,
erupciona discursos, convoca laureles, eleva mausoleos: retórica de mármol que
no encarna la estatura viviente de la persona. Mucho clamor, poca contrición.
Una distinta trayectoria balística, pero una
semejante parábola moral trazan las extinciones elegidas de Lisandro Nicéforo
Alem, Lisandro de la Torre y René Gerónimo Favaloro, en cada una de sus
dimensiones particulares. A los tres les impidieron morirse, los empujaron a
matarse. Optaron apagarse, antes que abrazar el fuego sordo del poder voraz;
prefirieron acallarse, antes que ceder al ruido agrio de los decibeles banales.
Después, previsible, se intenta reconstruir la
historia con despojos de las versiones; sólo que la historia se construye,
autónoma y soberana, como los ríos y las raíces. Albañiles morosos: “La sangre
seca rápido”, sentenció Charles De Gaulle.
Éste hombre que ofrendó una de las mayores
travesías a corazón abierto de la humanidad, se disparó allí, con paradójica
precisión, donde su dignidad no soportó todo lo que pudo soportar, con lúcida
amargura, su inteligencia. En la cumbre del ritmo, apagó el latir al que otorgó
valor de paradigma.
El acto de cesarse, físicamente, de René
Gerónimo Favaloro (1923-2000) del médico y científico argentino, adquiere la
magnitud de un signo cenital: la inmolación, como prueba de una certeza
irrenunciable, pero, también, el alerta trágico de la gangrena ética que
infecta a un sistema de valores y principios. Y lo terrible y certificable, la
elocuencia evidente del holocausto de un destino de grandeza nacional.
Discípulo y heredero de Pedro Henríquez Ureña y
Ezequiel Martínez Estrada, sus maestros platenses, poseyó, en ambas
dimensiones, la serenidad del dominicano y la vehemencia del argentino. Vivió
la idea con pasión y gestó su fruto con razón. Su diástole fue la conciencia y
su sístole, la decencia. Habitó y engendró un pensamiento que teniendo
irrigaciones cosmopolitas, lo encauzó hacia una radicalidad de autóctona pertenencia
con los interrogantes profundos de un país y una cultura en trance de
identidad.
Tuvo que profetizar en medio de un desierto de
molicie, anomia y latrocinio: la realidad de una tierra rica y fecunda con una
soberanía empobrecida e hipotecada que sobrelleva a un espíritu -lleva sobre sí a su criatura unánime- ávido
de trascendencia.
Estaba poseído por una angustia vigília y
laboriosa en relación al sentido trascendente de la República Argentina,
entendido como respuesta estructural a un llamado contemporáneo del
conocimiento ecuménico al servicio del semejante inmediato. Tal sed de luz es
análoga a mentes, diversas y distintas, de la talla de Sarmiento y Alberdi,
Mallea y Marechal, Borges y Walsh, o los simultáneos Jauretche y Scalabrini
Ortíz, que obedecieron la urgencia de ser arquitectos de sus visiones, y la de
San Martín, por supuesto, su paradigma,
personal y devocional, de compatriota ejemplar.
Campestre y ascético, humilde y severo,
apasionado y cavilante, polémico y sentencioso, se impuso una misión que la
Providencia dotaría del carácter de visión, concedido por el juicio crítico de
la academia y la empatía sencilla del pueblo.
El arduo ascenso de su inteligencia
disciplinada puede, sin duda, entrever las cumbres, solitariamente solidarias,
de Norman Bethune, de Laureano Esteban Maradona, Ramón José Carrillo y Floreal
Ferrara, apóstoles galenos.
Estuvo, siempre, acompañado de la comunidad
incesante de sus pacientes que sobrevivieron para prolongarlo en su gratitud.
Los corporativos y los mercenarios seriales, fueron quienes lo traicionaron y
abandonaron. El enfermo que sanó en cuerpo y alma, lo nombra con la audible
potestad de padre: la etimología del
vocablo remite a la noción de
“patris”, que designa lo que en
Favaloro fue naturaleza y perfeccionamiento, don y saber patriotas. Patria, significa “lugar de los
padres”, solar carnal que nombran sus hijos-pacientes que, ahora, lo reviven
con la indeleble gratitud de su testimonio supremo, el corazón.
Defino a René Favaloro con un verbo de su
activa prédica altruista: humanar. Favaloro consumo y consumió su existencia en
el quehacer de hacer humanidad o revelarla compasiva en su prójimo. Se vació,
al modo de una kénosis de amor solidario: “Cristo Jesús, siendo de
condición divina, no retuvo el ser igual a Dios, sino que se vació de sí mismo
tomando la condición de siervo, con el aspecto de un hombre más, con el porte
de un hombre, se abajó a sí mismo”, expresa San Pablo a los Filipenses.
Pudo y logró, más allá de su íntima decisión,
soñar y obrar su buscada utopía, aunque sus jornadas finales lo mutaran de
visionario a mendicante. Mejor lo expresa Holderlin, con dramática belleza: “el
hombre es un príncipe cuando sueña y un mendigo cuando despierta”.
Salvó tantas vidas que no cabe la muerte en su
memoria. Su latido ético suena en la acústica de la posteridad.
BOSCO ORTEGA
Una real pena que lloramos todos los años desde que falleció. La vida o el destino que nos toca a veces es injusto como lo fue con Favaloro. Gracias Bosco por acordarte de é. Bendiciones.
Elsa Lorences de Llaneza
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