5 de Septiembre: Santa
Teresa de Calcuta, misionera donada a Jesús en el pobre.
TRAZO
DIVINO
“Ama, luego actúa”.
San Agustín
Su
verdadera identidad era Agnes Gonxha
Bojaxhiu, nativa de la antigua república yugoslava de Macedonia, hoy
Albania. Decidió tomar el nombre de Teresa en memoria de Santa Teresita de Liseaux, patrona de los
misioneros y Doctora de la Iglesia. Para el mundo fue Teresa de Calcuta (hoy, Santa), mientras que para sus pobres, que
la conocieron y reconocieron y, ahora, la recuerdan, en su dimensión esencial,
es La Madre. Sin adjetivos, y
con tácita gratitud, ésta amorosa economía expresiva del pueblo hindú se
correspondía con la prédica histórica y la práctica salvífica de Teresa, y que
ella misma definía como “amor en acción”.
Su
proporción existencial era su ecuación de caridad; a menor palabra, máximo
gesto. En su cosmovisión redentora la palabra era un instrumento de vínculo,
pero el silencio era el lenguaje omnipresente de la Creación. Dios habla y
actúa en el silencio. A medida que se adentraba en su crepúsculo biológico,
regresaba con el silencio del origen. Se angelizaba, mientras curaba; se
consumía, mientras rezaba.
Para
Teresa y su obra de activa mística el Creador era verbo en acción y sustantivo
en movimiento. El amor, la acción en potencia; el movimiento, su potencia en
acción. Su vida fue acción consumada y consumación en amor: hoguera y
holocausto, ofrenda y sacrificio, destino y camino, donación y oblación,
entrega y abandono a un llamado, vivido como escenario del misterio humano. Su
actuar fue un fuego sereno y lúcido. Un ardor sentido por el espíritu y
entendido por la inteligencia, constante alumbramiento e iluminamiento: un dar
(y darse) a luz para iluminar el dolor, modo del nacer. Combustión transformada
en compasión, en pasión por otros o la pasión de Cristo en nosotros.
“Tengo
sed”, exclamó Jesús en su agonía del Gólgota. Dos mil años después, Agner la
hizo carne y lema de su conversión religiosa. Esa sed de almas y por almas que
clamaba el hijo del carpintero de Nazaret en su cima de llagas, resultó el
fuego cristocéntrico y el madero emblemático donde Teresa quiso arder y
entregar su alma, como sustancia de salvación.
Teresa,
La Madre, fue vaso y agua, sed y fuego, en todo.
Así,
como Jesús se hace Cristo a través de los signos concretos de su profetismo
mesiánico en la sociedad de su tiempo, Teresa se revela Madre por la maternidad
incesante de generar a Cristo en multitudes de prójimos. Su santidad consistió
en santificar el sufrimiento del Nazareno en el sufrimiento de sus criaturas.
Singularmente
conmovedor se interpreta su invención de un cuarto voto a la trilogía eclesial
de pobreza, obediencia y castidad: el
inédito voto de dar. Un dar que implica vaciarse - una kénosis
total - de la codicia y usura mundanas a efectos de llenarse de la gracia y
misericordia evangélicas. Dar, para recuperar la vocación de ofrendar. Dar,
consciente de lo poco que hay para dar; y que, por lo mismo, no queda más
opción que dar. Frente a la escasez de dar, queda la pobreza por dar. Teresa lo
cifró con luminoso ascetismo: “Dar
hasta que duela”, síntesis crucial.
Su
abandono a la Divina Providencia signó la totalidad de su proyecto misional,
logrando trascender los límites del abandono y el desinterés personales para
exponerse al riesgo de lo imprevisto y a la decisión de lo sobrenatural. Ante
un interrogante afirmaba: “Soy un lápiz
en la mano de Dios”. Teresa fue trozo y trazo, grafía y
biografía, rastro y rostro de un Arquitecto Celeste que premeditó en una mujer,
como hizo con María, Sara, Isabel y
María Magdalena, un imperio diminuto de pobreza recíproca y poderosa
liberación.
Traspuesto
el umbral del Tercer Milenio aparece la paradoja inefable del Reino de Dios y
un signo auspicioso de los tiempos finales, un adviento de la aurora
escatológica. En La India, un país denso, tenso e inmenso, abierto en gangrenas y cerrado en
miseria, magro en víveres y rico en sabiduría, en torres de bancos y colmenas de
pobres, se manifestó una epifanía de inequívoca santidad: Mahatma Gandhi y La
Madre Teresa. Quien quiera oír, que oiga.
Evangelio
viviente, transitó entre nosotros a la manera de una Verónica contemporánea que
se detuvo ochenta y siete años en la historia humana para limpiar el rostro de
Jesucristo en legiones de miserables, famélicos y moribundos, donde brilla el
secreto resplandor de la Luz sin Ocaso. Teresa, también, Madre nuestra, luchó
por hacernos hijos suyos en otros hermanos prójimos, acercados por su piadosa
vastedad de amor planetario. Para Teresa, aquella humilde y enjuta monjita del
convento de Loreto, todo prójimo era la religión más cercana.
TERESA
El
cuerpo cabía en un camafeo.
Sin
mundo encima,
se
vestía con la sola cruz.
Pobre,
de toda pobreza, entre pobres,
logró
la riqueza del abandono
que
cifró en no vivir para sí.
El
dolor y el abandono del otro,
fueron
su Getsemaní y Calvario.
La
llaga y la lepra, la úlcera y la pústula,
espejo
que reflejaba a otro Cristo.
Cumbre,
a escala de tierra,
fuego,
en potencia de cielo,
diminuta
intensidad donada.
Tuvo
su noche oscura, pero
la
luz invicta de Jesús
alumbró
su agonía ofrendada.
Madre
de hijo plural,
María
del suyo y mismo, preciso y eterno.
Dijo
que era una gota en el mar:
y
el mar, para ser, necesitaba de esa gota.
Teresa,
virgen de lámpara alerta
Bosco
Ortega
Un ejemplo de Santa Bosco. Gracias por recordarla. No me cabe duda que está al lado del Señor. Que en Paz Descanse. Mil gracias. Elsa Lorences.
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