REVISTA ARISTOS INTERNACIONAL
AL SERVICIO DE LA PAZ Y LA CULTURA HISPANO LUSA
COLABORAN. Magi Balsell (Barcelona-España)…Néstor Barbarito
(Argentina)… Adrián N. Escudero (Argentina) …José Lissidini Sánchez
(Uruguay)..Jorge Bernabé Lobo Aragón (Argentina) …Elsa Lorences de
Llaneza (Argentina)…María Sánchez Fernández. (Úbeda-España )…Jaime
Suárez (México)…
ARGENTINA TIERRA PROMISORIA
Esc. Doña Elsa Lorences de Llaneza
(Argentina)
Estaba acodado en la barandilla del barco, en un lugar
que se encontraba solitario. Lejos del mundanal ruido de las gaitas,
las castañuelas, los pasodobles y las risas de los emigrantes que, como
él, esperaban el arribo a otro mundo, a otra vida.
Las olas que levantaba la nave le hacían pensar en la
espuma que hacía su madre cuando lavaba a mano la ropa, arrodillada en
aquel riacho situado a metros de su casa. Cerró los ojos y la vio
caminando hacia ella con el tacho de ropa limpia sobre su cabeza
haciendo equilibrio para que no se le cayera. Siempre admiró su
fortaleza.
Sin abrir sus ojos vio su casa, como si la tuviera
enfrente, metida entre las montañas de su Asturias natal. El paisaje era
hermoso ahora que lo miraba de lejos, pero había sido difícil llevar a
pastar las vacas y los bueyes por esas angostas subidas y bajadas de los
caminos.
Volvió a pensar en Rosa, su mamá cuando falleció de
fiebre española dejando a tres niños pequeños. ¡Cuánto la había llorado!
Pero la vida continuó y Paco, su papá, se volvió a casar con otra mujer
que le había dado 3 hijos más. María era buena con ellos y los quería
como a sus propios hijos, pero un día él sintió ganas de otros aires y
decidió irse.
Se sentía triste, pero con una tristeza
esperanzadora. Hablaban tanto en el pueblo de Argentina como tierra de
promisión, que ya se veía un potentado. Lo primero que haría sería
comprarse una casa y un coche y luego traer a sus hermanos a los que
también les compraría la casa. El coche que se los compraran ellos con
los buenos sueldos que ganarían. Lo importante es que salieran de esos
trabajos rudos de montaña que no eran para pequeños.
Además él quería crecer, estudiar, Sentía en su alma
un hálito de poeta que en su casa no podía desarrollar. Apenas había
podido terminar el primario.
Pero a pesar de todos sus sueños y esperanzas, el
despegue era duro. Ya no se veían las costas de España. Solo agua en el
horizonte y su corazón achicado de angustia. ¿Habré hecho bien? – se
preguntaba entre las lágrimas que habían empezado a correr por su cara.
Sin embargo un pensamiento le hizo cambiar de
expresión. Se secó las lágrimas con las mangas de la camisa y comenzó a
recordar a esa chica que iba en el barco. Era de su misma edad y lo
había flechado. Si bien ella coqueteaba y se reía, cuando el se le
acercaba, veía en sus ojos una chispita que le decía que no le era
indiferente. Amor de muchacho solo, se decía. Quién sabe que pasaría
cuando llegaran a Buenos Aires.
Estaba en estas elucubraciones, cuando apareció José,
su compañero de travesía que venía corriendo y gritando: “Avelino,
Avelino, ven, ya se divisan las costas de Buenos Aires”- Corrió con él.
Argentina, tan soñada, la que le iba a dar todo y más.
Se fue a la habitación que le habían designado en
tercera clase y tomó el traje más nuevo que llevaba. Volvió a donde
estaba el grupo y revoleándolo lo tiró al Río de la Plata. Era el
tributo a esa nueva tierra que lo albergaría a partir de ahora.
Cuando pisó tierra e hizo los trámites de aduana, se
dio cuenta que en el revuelo había perdido de vista a esa chiquilla que
lo había enamorado toda la travesía.
Pasaron dos años de luchas y de trabajo que, si bien
no eran tan rudos como los que hacía en España, también le demandaban
muchísimos esfuerzos. Hacía changas cuando se presentaban, comía cuando
podía y dormía en una pensión de mala muerte. Había que vivir y no era
fácil. ¡Cuantas veces se acordó del traje que tiró al río!
¡Qué estupidez había cometido! No sabía si en algún momento iba a tener el dinero para comprarse otro.
Cierto día, cuando ya su vida se había convertido en
padecimiento, se encontró en casa de unos “paisanos” con la niña del
barco, y fue mirarse nuevamente a los ojos y allí supieron que nunca más
en la vida se desligarían. Hasta que la muerte los separe, juraron
Avelino y María del Rosario en la Iglesia de San Pablo de Capital a los
22 años.
Rosario tampoco lo había pasado bien. De princesa de
su casa, aunque tenía que cuidar las ovejas, pasó a chica para todo
servicio, como se las llamaba despectivamente a las inmigrantes. Tuvo
que cambiar repetidas veces de casas porque los patrones se querían
abusar de ella. ¡Cuánto había llorado! ¡Cuántas veces pensando en
regresar pero no podía juntar el dinero para el pasaje! Ahora eran dos
para luchar y se sentía más protegida.
Fueron tiempos difíciles. En lugar de la casa soñada
por Avelino, tuvieron que ir a vivir a un conventillo. Casa larga como
chorizo (le decían) con muchas piezas y en cada una se acomodaba como
podía una familia, que podían ser dos, tres o cuatro personas, un solo
baño y una sola cocina. Cola para el baño, horario para cocinar. Era
denigrante vivir así. Avelino sufría porque quería bajarle el cielo a
Rosario, pero solo podía ofrecerle esa mísera vida.
Trabajaban duro los dos. Avelino había podido
colocarse como camionero de un frigorífico y ella en una fábrica de
medias. Por lo menos tenían un sueldo a fin de mes y se estaban
estabilizando poco a poco.
Sin embargo algo ansiaban con toda el alma, más
Avelino que, todos los meses, veía derrumbarse sus esperanzas. Durante
diez años esperaron en vano. Sus sueños ya se habían casi disecado
cuando recibieron la noticia. ¡Iban a tener un hijo!
Él no podía con su alegría. Se lo contaba a todo el
mundo. Lo sabían todos los comerciantes del barrio. También sabían que
la ilusión más grande era que Dios les enviara una nena. ¿Qué hubiera
sido de Avelino si hubiera nacido un varón? Nunca se supo porque el
Señor escuchó sus ruegos y les envió una niña. Ahora tenía que trabajar
más que nunca, porque Rosario se tenía que ocupar de la pequeña y había
que cambiar de casa, porque no podían tener a su princesita viviendo en
esas condiciones infrahumanas.
Y así fue. En el trabajo lo ascendieron, el sueldo
aumentó y al fin pudieron alquilar un departamento donde estaban solos.
Se hicieron socios del Centro Gallego para cuidar su salud y del Centro
Asturiano donde, todos los domingos, se encontraban con sus queridos
paisanos e intercambiaban vivencias mientras rememoraban su tierra natal
y bailaban algún que otro pasodoble.
Los años fueron pasando como golondrinas que emigran
pero que nunca regresarán. Avelino pudo cumplir su sueño de traer a sus
hermanos, menos uno que quiso quedarse con sus padres,
Elsa crecía y ya iba a la escuela primaria, mientras
su papá le hablaba de Asturias, de sus romerías, de la Virgen de
Covadonga y de sus paisajes. A los siete años la anotaron en bailes
españoles y recitado.
Al mismo tiempo, Avelino, comenzó a sentir
nuevamente en su interior la llamita del arte, más precisamente de la
poesía. Un Don muy hermoso le había regalado Dios, pero él, en su
humildad, no sabía reconocerlo. Quería escribir. Transportar al papel lo
que sentía en su alma, pero no tenía estudios suficientes. ¿Cómo hacer?
Un día apareció en su casa con un diccionario. Se lo
había comprado para ayudarse con la ortografía. Lo demás era obra de
Dios. Y las palabras nacían a borbotones, sin pensar y esas palabras
iban formando versos con rimas. Y así fue dedicando poemas a todos los
pueblos y a las cosas más queridas de su Asturias natal. A su vez, su
hija, ya recitadora, los iba representando en el Centro Asturiano.
Un día Avelino, que había progresado en su trabajo
medianamente y tenía un negocio en la localidad de Martínez, se dio
cuenta que estaba para más, y como el viaje de ida y vuelta era largo,
se dispuso a escribir una obra de teatro.
En su casa todos sus familiares se quedaron con la
boca abierta. ¡Casi un ignorante y con pretensiones de escritor!, decían
algunos. Si, era demasiado ambicioso, pero el Don de Dios estaba con
él. Todos los días, en su viaje en tren y luego en colectivo, ayudándose
con “el mataburros” como llamaba a su diccionario, fue dando forma a
una obra típicamente asturiana. Los personajes un poco inventados y un
poco vividos y el resto una comedia de enredos pueblerinos.
Cuando la terminó, la presentó a las autoridades de
Cultura del Centro Asturiano y siendo aprobada, comenzaron los ensayos
para representarla. En Septiembre, día de la Virgen de Covadonga. Su
hija fue la protagonista dado que en esa época estudiaba teatro,
compartió con su padre las mieles de su triunfo. El salón lleno de
gente. Familiares, amigos y paisanos que querían saber que había salido
de la pluma de ese hombre inmigrante, campesino y sin estudios. Al final
de la obra, todo el mundo se paró y lo ovacionó y las lágrimas corrían
por las mejillas curtidas de Avelino.
Dos años después se repitió lo mismo con otra obra,
con distinta temática. En el escenario las gaitas, las panderetas, los
vestidos típicos, las madreñas y las canciones asturianas, humedecían
los ojos del público que, otra vez respondió masivamente a la
convocatoria.
Ese puñado de hombres y mujeres, todos ellos
emigrantes, que recordaban con alegría y nostalgias sus años mozos en
esa tierra asturiana que nunca jamás sería olvidada.
Pasó poco tiempo cuando Avelino recibió otra gran
alegría. Su hija se casaba con otro asturiano, de Mieres. ¿Puede un
asturiano sentir más placer que ver a su hija casada con otro
asturianín? Eso al menos reflejaba la cara de Avelino cuando veía a Elsa
y a Manuel juntos. Sin casa, sin auto, pero su mejor obra y su mayor
tesoro estaba allí, vestida de blanco dando el sí para toda la vida,
como había hecho él con Rosario hacía muchos años atrás.
Lamentablemente una triste noticia vino a empañar
todas estas alegrías. Paco, su padre se estaba muriendo y quería verlo. Y
allí fue. Regresar a Asturias, después de tantos años, para ver morir a
su
padre, fue movilizador. Demasiado movilizador y Avelino
regresó a la Argentina, pero ya nunca volvió a ser el de antes. Dejó de
escribir, se jubiló y se dio cuenta que esta tierra a la que el creía
tan promisoria, para él no lo había sido. No le había dado nada
material. Ni casa, ni coche, ni había podido conservar su negocio porque
una ley había declarado zona residencial donde se hallaba situado y
había perdido todo.
Todo esto lo cambió por una jubilación de miseria después de tantos años trabajados.
Cuando su hija y su yerno tuvieron que aportar para
ayudarlos a vivir, Avelino se enfermó. Lo único que lo consolaban eran
sus nietos Javier y Nancy a los que quería con locura y alegraron sus
últimos años de vida.
Su enfermedad se fue agravando. Un Parkinson y luego
una demencia senil, lo fueron dejando sin recuerdos. Su España y el
terruño que tanto amó, se fueron desdibujando de su memoria y ya no
recordaba las gaitas, ni las madreñas, ni conocía a su propia hija.
Su esposa lo cuidaba día y noche y cumplió el juramento de: “Para toda la vida”.
Un mes entero estuvo Avelino en coma, en una pieza
de hospital acompañado todo el día por su hija que varias veces lo vio
sonreír levantando la cabeza, sin abrir sus ojos, hacia la esquina de la
habitación. ¿Qué estaría viendo? Se preguntaba Elsa con infinito dolor.
¿A sus padres que lo venían a buscar? ¿A su casa y los campos verdes de
su Asturias natal? ¿A aquella moza que lo cautivara en la travesía del
barco? ¿Se sonreiría de su traje en el agua, o estaría viendo a su
gente querida aplaudiendo sus obras de pie en el inmenso salón de Centro
Asturiano?
De cualquier manera, papá querido, vieras lo que
vieras, te fuiste rodeado del amor de tus parientes, amigos y paisanos,
que vieron en vos el ejemplo de un hombre probo, que si bien no llegó a
lograr sus sueños de grandeza, dejó en esta tierra de promisión, lo
mejor que un hombre puede legar: tu familia, en la cual seguirás
viviendo y tu propia vida de trabajo fecundo y decente.
Mil gracias Dra Virginia Eunate Goikoetxea por publicarme este trabajo de la vida de mi padre. Dios la bendiga. Elsa
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