EL HELADERO
Zacarías era, a los ojos de Dios, un ser
perfecto.
Es
decir, un ser perfecto hasta donde un hombre puede serlo. Perfecto con algún
defecto.
Y
sólo Dios y Zacarías sabían cuál era ese defecto...
... Sólo Dios, y Zacarías, y el Adversario.
Por tanto, el Adversario hubo de vestirse de extranjero, tomando
previamente condición humana, y recorrer el polvo desierto del camino que
separaba a su Volcán de la Ciudad donde vivía Zacarías.
Y
extremar el ingenio.
Dios amaba a Zacarías, y Zacarías contaba con Su segura protección y
suspiros invisibles; pues, cómo anhelaba Dios la perfección de su servidor.
Zacarías era el fruto más logrado desde que a Noé prometiera Alianza eterna
entre Su linaje y el de los hombres creados por Él.
Así que, por el sacerdocio, había alejado a Zacarías de doncellas y
dulces, y, sin por compañía había aceptado la presencia de Isabel, esto se
debía no sólo al amor demostrado por ella al servidor, sino por sus escasas
dotes para descifrar las veleidades terrenales de un buen postre casero.
Por otra parte, el incienso había eliminado en Zacarías, con el paso de
los años, su capacidad para distinguir entre el aroma siseante de una tarta de
manzanas y el rugoso olor a brea y grasa con que ablandaba cualquier borne
oxidado en carruajes o tijeras campesinas de la comarca israelita.
No
obstante, sagaz, y en el inconsciente, un defecto habitaba las entrañas
santificadas (felices) de Zacarías, como un gusano de muerte incubado (e
incrustado) en su cuerpo vivo.
Aquella mañana, el inmigrante llegó vestido de blanco. Como un rayo de
sol, esquivando rocas y olivares. Radiante. Getsemaní fue su primer testigo.
Montado en un extraño artefacto, hizo oír por el cuenco metálico de una
pequeña corneta como un viento de llamado, como un sonido fresco por donde el
mar rugía y la brisa del océano recorría como un bálsamo helado la atmósfera
ruidosa de Jerusalén (¿de Nazareth, al mismo tiempo, también?; quizás...),
seduciendo con promesas de goces invernales su ardiente mediodía.
Nadie, excepto Zacarías que salía del Gran
Templo, lo vio.
Deslumbrado por su presencia inaudita, Zacarías se detuvo en el pórtico
sagrado del edificio donde el pueblo guardaba las tablas de la Ley Mosaica, y,
absorto por la blancura de aquel personaje de nieve, creyó ver en él a un ángel
del Señor acampando frente a la inquietud de sus ojos sorprendidos. Desoyó por
ende el alerta de Dios que prevenía...
... Y se acercó.
El
extranjero sonrió sin dejar de concentrarse en el misterio de su caja de
transporte, oliendo, presintiendo la presencia cada vez más cercana del odiado
enemigo... Pero, como un tigre seguro de su presa, no se inmutó. Paciente, supo
esperar a que los ojos cansados y azules del viejo sacerdote brillaran por
detrás de su pelambre de anciano, y, ya a su lado, le dejó preguntar...
Pero el extranjero permaneció callado, como ausente o diluido por los
rayos mortales que resecaban el aire de la Transjordania, sentado en un
apéndice de su artefacto blanco como blanco su traje níveo, brillando al cabo
en el desierto de las calles de una Jerusalén totalmente adormilada, ahora, por
el sonido encantador de la bocina de El Heladero. Sí, apoltronado en su máquina
de azúcares y colores almibarados, removiendo algo que, por algún lugar entraba
y por otro salía en y de la caja blanca, aunque sólo pareciera una estela de
sol desapareciendo en su secreto interior, trasformada luego en...
Cuentan sus discípulos que, ni aún la tierra sacudiéndose,
resquebrajándose por el celo de Yavhé, pudo impedir que Zacarías probara aquel
maravilloso helado de siete colores.
Tampoco que, color a color, Zacarías fuera comiéndose (devorándolo, sin
darse cuenta, claro), el Arco de la Antigua Alianza, y destruyendo así no sólo
el Gran Templo (desmoronado en un solo acto a sus espaldas) que la custodiara
en papiros de piedra, sino y por sobre todo, el Pacto que Dios había hecho con
los hombres por medio de Noé.
Tal
vez por eso, hasta el Día del Vagido Redentor, quedo ciego luego, entre otras
cosas.-
Adrián Néstor Escudero
Genial Adrián. Tu inventiva literaria me embelesa. Gracias amigo por tu exquisita colaboración. Elsa.
Y gracias a vos, dulce, querida amiga Elsa Lorences. Siempre en deuda hacia tu noble y emprendedora generosidad no sólo con mi Obra, sino con las de todos aquellos que se acercan a esta playa maravillosa, donde el canto del mar hace nido, y ese nido es nuestro hogar literario. Que por ello no me canso de decir, que si hemos sido agraciados es para ser humildemente agradecidos con la vida y sus amigos, y el Señor de la vida y sus amigos para la Vida eterna. Fuerte abrazo crístico y primaveral, y siempre a tu disposición amiga y colega en las letras y hermana en la Fe y Humanidad - Adrián N. E.
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