viernes, 18 de octubre de 2019

ÚLTIMO CAPÍTULO DEL LIBRO: CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO DE NÉSTOR BARBARITO

ÚLTIMO CAPITULO DEL LIBRO
CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO
NÉSTOR BARBARITO

 


6– LAS VOCES DEL SILENCIO

¿No serán quizás los ojos del Señor, que perdonaban,
los dulces y amables ojos del querido Humberto,
que sólo con ellos
puede manifestar su ‘si’, su ‘no’,
y mansedumbre y amor, y la alegría y el dolor
que su voz no puede expresar? 
Del Capítulo Alfonso-Cristo (pag.XX)
      

Un firme mojón en mi paso por el ministerio del alivio (acompañamiento a los enfermos), que desempeñé en el hospital, lo constituyó, sin dudas, mi encuentro con Humberto: un hombre de, quizás, entre treinta y treinta y cinco años, que había sido arrollado por un tren y salvado su vida por un verdadero milagro. Luego de permanecer en estado de coma, en un hospital del Gran Buenos Aires durante más de dos años, había recuperado la conciencia y fue trasladado al hospital de rehabilitación donde yo lo conocí.
Pero recuperar la conciencia no significó más que eso: entender que estaba absolutamente desvalido y sin el control de ninguna de sus facultades, excepto las mentales y la vista. Con los ojos hacía entender por sí o por no su respuesta a las preguntas que le hacíamos y apenas esbozaba una sonrisa, especialmente cuando su esposa, que gracias a Dios lo acompañaba fielmente, le hacía algún mimo, porque ni siquiera manejaba los músculos de su rostro.
Sin habla, ni movilidad en las extremidades (apenas lograba mover algo las manos y los dedos), era realmente conmovedor ver a un ser tan joven reducido a aquel estado. Por eso durante meses dediqué buena parte de mi servicio en aquel hospital a compartir mi tiempo con el querido Humberto.
 Fue así que yo leía en voz alta párrafos del Evangelio, “Juntos” invocábamos al Jesús de los milagros. Aquél que hacía caminar a los paralíticos, hablar a los mudos, y aún resucitaba a los muertos. Y digo que lo invocábamos, porque, aunque él no podía pronunciar palabra, por la expresión de su rostro y su mirada, yo podía entender que me acompañaba en la oración. Y sus ojos brillaban muy particularmente cuando implorábamos hallar refugio y consuelo en los brazos de la Madre del Señor y nuestra Madre.
Un día de aquellos, el Espíritu quiso iluminar mi inteligencia, y me sugirió usar de cierta argucia para que Humberto pudiera comunicarse al menos un poco más. Rescaté una vieja computadora que, aunque antigua y desactualizada, aún servía para escribir en la pantalla, y comenzamos con su esposa a tratar de que llegara con sus dedos móviles al teclado.
Importante y conmovedor para mí fue el día en que me recibió con un gesto que reconocí como esbozo de sonrisa, la esposa puso el teclado al alcance de sus dedos, y él, no sin bastante dificultad, logró escribir: graciasnestor. A continuación, yo escribí: Gracias a Jesús misericordioso. Sus ojos brillaron de un modo muy particular, y la pantalla se iluminó –o así me lo pareció a mí- con un interminable: ssssiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.

No es mucho más lo que puedo contarte acerca de Humberto, porque poco después fui afectado por una enfermedad que me tuvo varios meses lejos del hospital, y cuando al fin volví, él ya no estaba allí. Nadie supo decirme adónde lo habían trasladado, de modo que de él sólo me quedó un hermoso recuerdo, y la gratitud al Señor por haberme dado el gozo de poder ayudarlo en uno de sus “milagros”. Nunca escuché una palabra de sus labios, pero te aseguro que sí pude descubrir en el fondo de sus ojos, la dulce presencia del Todo Misericordia que lo sostenía en la esperanza.


Quizás el hecho de que, por diversas circunstancias, a ninguno de los enfermos que allí pude acompañar en sus dolores y angustias lo hubiera podido seguir tratando más allá de su paso por el hospital –hecho éste que tantas veces lamenté -, haya sido, sin embargo, uno de los aprendizajes más fructuosos de aquella etapa de mi entrega a Jesús en los hermanos. Talvez poder disfrutar de su amistad y gratitud me hubiese llenado de gozo, sí, pero quizás también de falso orgullo y vanidad. Algo así como sentirme satisfecho de mi tarea. De este modo, en cambio, sólo me resta decir: “soy un siervo inútil, tan sólo hice lo que debía hacer” (Cf Lc 17,10).
                                                                                                    
                                                                                                              Amén.

FIN
 Néstor Barbarito

                Aquí termina el libro (o las hojas) que me dió mi gran amigo Néstor Barbarito sobre su paso por los hospitales consolando enfermos. Mi vida tuvo un parecido a la de él en este punto y sé cuán difícil se torna querer consolar a los enfermos. En mi vida aprendí que a veces es mejor callar y escuchar porque eso es lo que quiere el que sufre. ¡Qué lo escuchen! siempre que puedan hablar. La entrega vendrá después. Y si no viene, nosotros igual estaremos felices de haber tratado de cumplir una misión. He visto a mis compañeros de la Iglesia Católica, mientras yo estaba escuchando a un enfermo terminal, correr la cortina de "su pieza, por llamarlo de algún modo" y entregarle un Rosario sin preguntar si era judío, católico o mahometano, sin pedir permiso ni saludar y he llorado mucho por ese atropello. 
Néstor yo te quiero y te bendigo porque has cumplido una tarea espectacular. Quiero pedirte disculpas ante los lectores porque esto tenía que estar publicado hace mucho tiempo, pero tu conoces bien mis limitaciones. 
Pido a Dios que todos los que lean tus palabras y tengan que cuidar un enfermo que te tengan en cuenta y practiquen la ofrenda y el amor que es cuidarlos. Que se pongan en la piel del que sufre. Solo así lograrán comprenderlo. Amigo mío toda mi admiración hacia tí y mis congratulaciones.
                                                     Elsa Lorences de Llaneza.

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