DEL LIBRO:
CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO
DE NÉSTOR BARBARITO
CAPÍTULO IV
4 – EL AMOR ESTÁ PRIMERO
«Consuelen, consuelen a mi
pueblo, dice vuestro Dios».
(Is. 40,1).
Inspirado
en este lema había comenzado yo, hacía varios años, a desempeñar el “ministerio
del alivio” en el hospital. En principio era ésta la intención que me llevaba.
Si, además, podía trasmitir algo de mi fe y mi esperanza en Cristo, todas mis
expectativas allí, estarían satisfechas.
Por
aquel entonces conocí a Antonio. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, o
tal vez algunos más, que se hallaba postrado en una cama de aquel viejo
hospital. Ni bien lo visité por primera vez, comprendí que estaba enormemente
angustiado y abatido. En aquel momento pensé que ello se debía a la enfermedad
que lo postraba, lo obligaba a movilizarse apenas, y a trasladarse en una silla
de ruedas con mucha dificultad.
Al
poco tiempo, sin embargo, entendí que Antonio estaba apesadumbrado por otras
razones que sólo las de su salud física. Con el correr de las semanas fuimos
haciendo amistad, y poco a poco me fue confiando los pesares de su alma. Al
principio me limitaba a brindarle palabras de afecto y consuelo, “arrojando
cada tanto algunos dardos” apuntados al espíritu, pero cuando quise entrar más
en el plano de la fe, el hombre me sorprendió con una manifestación inesperada.
Me dijo Antonio aquel día: —Tengo que
contarte, Néstor, que, además de mis graves problemas de salud y familiares,
soy homosexual—. Esta confesión por un momento paralizó mis argumentos. Yo no lo había
sospechado hasta ese momento y siempre había guardado un fuerte sentimiento de
rechazo hacia los que tenían aquellas tendencias. Sólo atiné a invocar en mi
interior al Espíritu Santo para pedirle que guiara Él mis palabras y
gestos. Confiando en eso, creo que pude
decirle algo así como: —Aun así, sos hijo de Dios, y Él te ama enormemente.
Jesús dio su vida también por vos. Es necesario que te confíes a Él—.
Me
contó entonces que, a causa de esa condición, la familia lo había hecho a un
lado y, por su enfermedad, su pareja lo había abandonado. Aquel día, por
primera vez, Antonio y yo lloramos juntos. Luego habríamos de hacerlo más de
una vez en medio de sus reflexiones y confesiones. Entendí que aquel era un ser
humano con sentimientos similares a los míos y a los de cualquier otro humano.
Me
gustaría poder decir que aquel hermano doliente y apesadumbrado le abrió
plenamente el corazón a Jesucristo, pero no me consta. Luego de algunos meses
en que lo visitaba semanalmente, un día Antonio fue trasladado a un hospicio de
las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta en la Provincia de Buenos Aires, de
manera repentina, sin que yo pudiera despedirme de él. Aún oro por su curación
física y espiritual, y, sobre todo, por su definitivo encuentro con Cristo,
cuya huella había procurado yo
hacerle descubrir brindándole acompañamiento, oración y consuelo; quizás a
partir de aquel destello de esperanza que en algún momento vi surcar su oscuro
cielo.
En
cuanto a mí, en aquella breve amistad que el Señor me tenía reservada, aprendí
a no hacer juicios apresurados. Creo que entonces conocí de verdad el valor de
las palabras de Jesús. “No juzguen y no serán juzgados”. Y “Con
la vara con que midan serán medidos”.
Descubrí
también que era cierto que en el amor a Dios y a los hermanos está sintetizado
todo el Evangelio de Jesús, y Él me había llevado a aquel hospital a mí, que
amo la palabra y la metáfora, para que lo aprendiera prácticamente. Sin
metáforas de por medio. Y aprendí que el amor a los hermanos que Cristo me
pide, está por encima de cualquier consideración ética o moral. Que en el fondo
de cualquier dolor o miseria hay un hombre o una mujer, un ser humano; un hijo
de Dios, y de un modo u otro, yo me debo a él. Servirlo a él es servir a
Cristo, aunque tenga para con él reparos o prejuicios humanos, por justificados
que parezcan. Ante todo, el amor, después las consideraciones morales.
CONTINUARÁ
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