MENDIGO [1]
A los herederos del cielo (“Ahondar más,
ahondar más: sólo cuando seas lo suficientemente humilde, serás santo”).
En especial, a los que
saben ver con los ojos del alma: con
gran afecto primaveral, crístico, mariano y josefino, y promediando la estación
de los lapachos en flor y los colibríes en celo)…
“Somos Mendigos de
Dios” – P. L. Castellani (1899-1981).
Hoy he
visto un pedazo de Dios arrojado a la vereda.
Sobre
Obispo Gelabert, casi Urquiza; no tan lejos de Baterías “Parpal”. Bajo la sombra
egregia de la cúpula agustino recoleta, proyectada como un ángel ciego desde
calle Santiago del Estero hasta el lugar del hecho.
He visto
también, en la penumbra de los muros contiguos a los míos, a dos figuras
moviéndose con temor en derredor de aquel despojo oscuro.
Veintiuna
horas de un domingo de otoño. Y ni siquiera las (vencidas) hojas del pequeño
árbol que emerge solaz como un paraguas nocturno frente a la casa, pudieron
contener el golpe.
Al lado
del cuerpo yacente, un carrito de miserias detenido en el tiempo.
He visto
a la enfermera vecina desesperarse ante la posibilidad de que el linyera
hubiera muerto: la sangre le surcaba el rostro. El alcohol lo había estrellado
abruptamente contra la pared y le había dejado allí, inmóvil, como muerto, abandonado...
Aún
respira, le sentí decir. Ajá, asintió su esposo, curvado hacia el bulto
inconsciente. Yo (que había avanzado unos tímidos pasos hacia el extraño
desconocido) dije, sí: está vivo.
Puede
ser peligroso, alertó ella. Sí, asintió su esposo. Está muy borracho, completé
(por decir algo). Tengamos cuidado. Puede despertar y no sabemos cómo
reaccionará, previno la enfermera. Qué macana, dijo su marido. ¿Qué hacemos
entonces?, pregunté.
He visto
a algunos coches y colectivos pasar de largo cortando en fracciones el silencio
de esa noche alunada. Pero no he visto a otros vecinos por el lugar. Hora de la
cena, claro. El oratorio de enfrente y sus laicas consagradas, duermen también
su virginidad católica, apostólica y romana. La quietud del barrio es asombrosa.
He
pedido a la enfermera y a su marido que, por favor, me dejaran solo con ese
Cristo roto. Que se fueran tranquilos. Que yo me las arreglaría cuando... Sí,
dijeron. Y desaparecieron rápido cruzando la calle y doblando la esquina
noreste del Kiosko “El Bunker” en dirección al Restaurante “Tuyú”.
He
vuelto ahora a entrar a la casa. Le he hecho el comentario a mi señora. Ella,
repasador en mano, me ha aconsejado llamar al comando policial. He marcado el
101 y me han dicho que vienen para acá.
… Treinta
minutos. El mendigo sigue como en estado de coma y la policía no ha venido. He
insistido con ellos. Pero ellos no vendrán. Nunca vienen. Por eso he salido
nuevamente a la puerta de calle y me he parado al lado del pobre hombre caído,
casi despenado.
De
pronto, se ha movido... ¡Hip!
Le he
perdido un poco el miedo al verle la cara de muchacho.
La barba
le ha inventado años, pero es muy joven. Veinticinco, he calculado. Y se mueve.
Mueve la cabeza. El golpe contra el muro vecino le ha abierto un cauce sangriento que tiende a cesar. ¡Hip!
Le he
visto girar los ojos, perdidos, enturbiados quizás por un doble efecto: el del
dolor y de la obnubilación. El alcohol le ha asestado un duro traspié. Le ha
trenzado unas huellas patinosas tras el derrumbe contra la pared. ¡Hip!
¿Qué
hacer?
Le he
extendido mi mano y la ha rechazado en tanto balbucea…
Balbucea:
puedo solo, verá, puedo solo. ¡Hip! Y lo he dejado levantarse como puede. Ha
logrado, al fin, ponerse de pié trastabillando una y otra vez, hasta alcanzar
un precario equilibrio. En sus espaldas, cuelga una verde mochila, donde –con
seguridad- guarda cosas de íntima necesidad.
He
notado su mirada comprensiva, pero no habla. Ha extraído un pañuelo del mugroso
pantalón negro con el que seca la sangre de su rostro atormentado. Se golpeó
feo, usted, digo. Sí, responde. ¡Hip! Ahora, ya está. Me voy. ¿Pero cómo va a
hacer para irse?; puedo llamar al COBEM. No, no, al COBEM, no, ruega. No los
moleste, puedo solo, verá, puedo solo. ¡Hip! Y tambalea torpemente. Apoyo su
brazo trémulo sobre el carro de miserias y me dice otra vez: ahora me voy. Me
voy para casa. ¿Pero adónde? ¿Dónde queda?, pregunto. Barrio Santa Rosa de
Lima, contesta. Me voy, che... ¡Hip!
Le he
suplicado que espere un poco más, hasta aclarar la nebulosa galaxia que gira en
su cabeza. Le explico que es peligroso en su estado andar por ahí, que mejor
llamo al COBEM. Al COBEM no, se enoja. Puedo solo; verá, puedo solo, che. ¡Hip!
Ha vuelto a tomar su pañuelo y se restriega con cuidado las sienes heridas. Es
una piltrafa, el pibe. La camisa –alguna vez blanca- se ennegrece por la noche
y la mugre que la tiñe…
He visto
a mi señora entonces asomar a la puerta. Como a dos pasos de la escena. La
observo preocupada y luego, entrar de súbito a la casa. ¿Qué pasó?, me escucho
preguntar. Me caí, parece, dice el
muchacho. ¡Hip! Y aclara: Yo venía bien con el carrito y me caí, parece. ¡Hip!
Hoy tomé alcohol; y me hace mal, aunque me gusta mucho. Antes no me gustaba. No
me gustaba nada. ¡Hip! Ahora me ayuda. Me olvido de todo. No sufro. Estoy
cansado de sufrir, ¿sabe? Me olvido de todo. Pero hoy no pude olvidarme de
todo. ¡Hip!: hoy recordé lo del viejo monasterio y la huida hacia el monte.
Tenía como 23 y me gustaba la oración; orar por las almas en pena. Porque el
Maestro era mi amigo; mi verdadero amigo. Como mi sombra, ¿vió? Yo les hablaba
de Él y ellos me buscaban. A toda hora, me buscaban. Pero me aturdían, che. De
todos lados, venían. ¡Hip! Y me lastimaban mucho con sus sufrimientos, más que
el alcohol; pero sin querer, ¿sabe?, y yo sentía que no podía ayudarlos tanto
como querían… Un día le dije que no aguantaba más, que lo dejaba en sus manos.
¡Hip! Que yo me iba arriba, sobre una columna de rocas que me había construido
para estar en penitencia, por ellos y por mí; porque era un flojo para sufrir y
verlos sufrir así. Y en la columna estaba bien, de pie o de rodillas, de noche
o de día, con frío o calor; y Él aceptó: me dijo que me quedara tranquilo. Que
Él se haría cargo. Y me quedé arriba. ¿vió?. ¡Hip! Arriba podía orar y predicar
tranquilo. Él me acostumbró a dormir poco y a comer una vez por semana, y
muchas personas se amigaron con Él, a causa de su Palabra en mí: y yo estaba
feliz. En aquel momento, yo era feliz. ¡Hip!... Cerca de los 70 vino a buscarme:
yo estaba dormido, como hace un rato, como muerto, arriba, en la columna donde
dormía también el silencio (mi verdadera sombra): sí, porque en aquellos
tiempos -¡Hip!- no había tanto ruido ni de autos ni de ómnibus como ahora...
… Y he
sentido reavivar el estupor de un grito ahogado ante aquel alegato
irrefrenable: ¡Dios!, exclamo: ¿San Simeón estilita? Pero... ¿Cómo es
posible...? ¡Año 450 d.c.! Eso fue en... Sisan, Cilicia, cerca de Tarso, donde
nació Saulo, san Pablo. Y he gritado al barrio, también yo ahora turbado y
confundido: ¿qué pasa acá?. Y le exijo revelarse: ¿Quién sos, pibe?, digo,
realmente; y le sacudo como a un joven pastor de ovejas, a quien la Palabra del Evangelio de
san Mateo en su capítulo 5, introdujo de joven -con 15 años apenas- a la vida
monacal en busca de santidad. Pero no se altera y vuelve a insistir: ahora,
tengo que volver a casa. Mi casa. Volver a casa ¡Hip! Sí, me voy, insiste. No
puede retenerme. Nadie puede hacerlo. Anonadado, sólo atino tontamente a
preguntarle: ¿Y…, juntaste algo…? Sí, responde manso y humilde de corazón:
cartón, botellas, un pedazo de carne, pan, galletas, un velador roto (yo lo
arreglo, yo sé arreglar cosas): son para mi mami. ¡Hip!, y se estremece quien
supo de memoria los 150 salmos de la
Biblia y de rezarlos a 21 por día; aquel que inventara el
“cilicio” o cuerda espinosa para ceñir la cintura y hacer penitencia, y que, en
su extrema capacidad de mortificación, se alejó del monasterio que lo había
acogido y se fue a vivir primero dentro de una seca cisterna, abandonada, dando
comienzo a una experiencia que sostendría durante su larga vida: pasar, como su
Maestro, 40 días y noches en el desierto imperial de cuaresma sin comer ni
beber…
… Porque
yo no soy como mi hermano, el Caín,
sentencia. El roba. Yo no robo. Junto cosas para mi mami. ¡Hip! Toco
timbre, tic, y espero. Toco timbre, tic, y espero. Pero no robo: digo, señora,
¿tendría un poco de carne para comer, o lo que quiera darme...; y espero. Yo no
entro a ninguna casa. ¡Hip! Toco timbre, tic, y espero. Pero mi hermano roba.
Yo no. Esto es para mi mami. Porque yo al “otro” lo odio, es vivo… Y el Maestro
me reta: dice que así no sirve, Simeón, el Abel. Que si tengo odio no sirve.
Pero qué quiere. Si llego -y llora como un niño- y el “otro” se agarra todo. Y yo lo junto
para mi mami. ¡Hip! Pero él se aprovecha, le pega y se agarra todo. A mi no me
pega. A la mami, le pega. Un día lo mato. Lo mato, ¡le juro!... ¡Hip! Pero el
Maestro se enoja conmigo. Y me asusta también cuando se enoja, ¿sabe?. Pero es
que me duele lo que el “otro” hace con mi mami... ¡Hip!
Y vuelve
a limpiarse lágrimas y sangre con el pañuelo, quien, refugiado luego de la
cisterna en una absurda cueva, hubo de encadenarse a una roca solitaria para
evitar la tentación de volver a la ciudad; aquel, en fin, que consultado desde
todos los países vecinos, para no distraer su vida de continua oración y
penitencia, construyó una columna, de 3, 7, y 17 metros de altura,
sucesivamente, donde pasó como el Emmanuel sus últimos 36 o 37 años de vida, al
sol, al agua y al viento, predicando, corrigiendo, suplicando, mediando y
convirtiendo a las gentes que acudían en su ayuda...
Entretanto,
mi señora, que ha regresado a colaborar conmigo, le ha dado un poco de naranja
fresca y algunos alimentos. Gracias, le dice. Yo no robo. Toco timbre, tic, y
espero. Me voy, remarca. ¡Hip! E intenta, con tozudez, maniobrar el penoso
carrito, entorpecido por la verde mochila aferrada a sus espaldas. Hermano, le
digo, con cuidado, si te vas, andá por el borde de la calle, no subás a la
vereda, siempre por la derecha y para allá; allá está la cancha del Club Unión,
¿entendés? ¿Sí? ¿Seguro? ¿Por qué no me dejas llamar al COBEM?; son muy
gauchos. Te arriman hasta el barrio. Yo no te veo muy bien que digamos todavía.
No, no, yo me voy con la mami... Y hoy el “otro” no le quita nada... No le
quita nada... Ya va a ver... No le quita
-¡Hip!- nada... ¡Hip! Y se va. Se va y no puedo creer haber sido su
testigo…
Entonces,
dejo mis dudas de lado. Sabedor de que un párrafo equívoco bien podría
alimentar de mitos la historia de su heroica vida escrita por Teodoreto, Obispo
de Ciro, dejo mi orgullo de lado y me juro permitir a Dios seguir escribiendo
derecho con líneas torcidas... Por eso, antes de que su maltrecha figura me
muestre su encorvada espalda, recuerdo que, desde la fecha de su muerte, 5 de
enero de 459, un gran monasterio para monjes recoletos emerge aún hoy donde
fuera su columna de virtud y santidad... Y las descubro.
Entonces,
las descubro. Advierto asombrado las tres pesadas bolsas que cuelgan de la
parte anterior de su mochila mendicante y cóncavas vértebras; de seguro ocultas
bajo su cuerpo cuando yacía volcado en el suelo como su carro de miserias. No
eran muy grandes las bolsas; pero estaban henchidas. He debido estar alucinado
para leer en ellas las inscripciones tristeza, soberbia y avaricia. También he
debido haber exagerado al reconocer en este hombre a un santo redivivo de la
antigüedad, que, a la par de cosechar galletas y pedazos de pan o frutas, recogía
del alma de cada hombre que extendía su mano desprendida hacia él, un pedazo de
aquellas tres oscuridades que apagaban en el corazón humano las luces de la
alegría, la humildad y la generosidad...
Sí, creo
que esta noche he sufrido una visión extraña: la de comprender, en ese Cristo
roto, cuan mendigos de Dios somos todos en todos. Por eso rezaré un
Padrenuestro y le ofreceré esta lágrima que me lastima el orgullo de tenerlo…
casi todo.-
ADRIÁN ESCUDERO
Todos Adrián tenemos un Cristo Roto dentro nuestro. Es hermoso cuando lo descubrimos y nos dolemos de los Cristos Rotos que andan por la calle. Felicitaciones. Elsa.
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