¿QUÉ TIENE TU PALABRA?
¿Qué tiene tu palabra, Señor? ¿Qué tiene?
Tu Voz atraviesa mis párpados cerrados como sabe hacerlo
la luz delgada. La piel de los ojos no es telón pesado sino visillo de lino
fino. Tu cristalina Voz ingresa, sin esfuerzo ni ruido. Y una vez dentro, desde
el cóncavo alféizar de mis retinas avanzas sin demoras, surcando ideas y
recuerdos, recelos y pasiones, vastos desiertos interiores, hasta alcanzar mi
más profundo centro. Y es allí donde se engolfa tu hablar, y en un dique de
luz, quedas Tú, Señor mío, diciéndote pleno.
¿Qué tiene tu palabra, Señor? ¿Qué tiene? Que al decirte
de nuevo reinventas el fuego y el cosmos entero.
Más noche, más invierno y oscuridad hay de las puertas de
mi alma para dentro, que en la cálida intemperie de tu Majestad. Abandona tu
Voz el calor divino de tu Boca, para lanzarse al gélido páramo de mis adentros.
Mis entrañas duras no te abrieron, mas tu Voz resucitada lo atraviesa todo, muy
resuelta en su inclaudicable interés. Mi párpado cerrado no impide tu paso; al
contrario: le ofrece la seda que revista y aplaque tu desnuda Luz. Entras y
avanzas. Y vas manchando en rojo el hielo frío de mi estepa inerte, que se va
desliando al calor de tus llagadas plantas puras. Oh Heraldo del Padre, alegre
Cazador, ingenioso Peregrino, qué tiene tu Palabra, tan de pluma, tan de acero,
tan a la vez Mensaje y Mensajero.
Y arremete tu humano Timbre, hecho silbo de luz, por
oscuras quebradas, por cavernas y desfiladeros (ese interminable adentro tan
sinuoso como tus jotas y tus eses), hasta alcanzar ese centro de mi yo, en que
tu Voz, para grabarse y dibujarse, cobra fuego y color. Es tu Ley, sellando el
corazón del discípulo. Son tus labios, besando la llaga del leproso. Es tu
flecha, cazando antes de la Aurora. Es tu Soplo aleteando, una vez más, sobre
el caos primordial. Es tu Aliento
derritiendo la inerte estatua de mi semejanza.
¿Qué tiene tu palabra, Señor? ¿Qué tiene? Tú frotas entre
sí tus sílabas, y esa lúdica fricción otorga la luz del Primer Día, con que el
apagado yermo interior conoce el calor primordial.
También hoy, te acercaste, te agachaste entero para
quedar a mi altura, me tomaste de los hombros con la evidente intención de que mi
cabeza gacha se emparejara a la Tuya, y tras mirarme con firmeza, inhalaste.
Señal inequívoca de tu inminente Palabra. Cuánto amo esa instancia… (También
Dios inhala para hablar). Y como siempre, cerré mis ojos, como uno los cierra
al echarse agua fresca en la cara, o ante el viento o el sol muy de frente. Y
tu suave silbo dijo “No temas a los hombres”. Y como Tú al sol, también yo al
mío, le insisto: hazlo de nuevo, dilo de vuelta.
“No temas a los hombres” me concedes.
Y tu luz inicia el recorrido…
No fue consigna, ni mandato, ni consejo sobre el trato.
Tú lo sabes, Señor, que hay conjuro en tu Voz.
Una misteriosa fuerza persuasiva arde en tu timbre, cuyo
mayor ingenio es hacer onomatopeya de todo cuanto dices.
El dardo encendido ya inició su recorrido, como un cometa
del firmamento interior, como bengala de salvataje. Así tu “No temas a los
hombres”, en su largo viaje, va encendiendo cada acre de entraña atravesado.
¿Qué tiene tu palabra, Señor? ¿Qué tiene? Que Tú dices
“no temas a los hombres” y se torna casi imposible, casi ridículo tenerles
miedo. No es tanto la sabiduría que preña, cuanto la fuerza inconmovible con
que ella misma expulsa todo temor, al conjuro de la Voz.
Y avanza tu luz verbal por mi oscuro lodazal. Es brisa
ligera pero intensa; sutil pero rotunda. Nítida como un filoso cristal. Y yo,
al constatar el poder de su magia, con celeridad me apresuro a su beneficio: y
como moviendo pesados muebles, procuro acercar, uno por uno todos mis temores,
al paso raudo de Tu Voz.
¿Qué tiene tu palabra, Señor? ¿Qué tiene?, que hasta el
roce de mis miedos con la orla de tu Voz, los pulveriza.
La lumbre de tu tono los envuelve, uno por uno, como un
herrumbroso hierro sopleteado al Fuego, y así cada temor es templado en la
fragua de tu Aliento.
La Luz de tu Voz tiene algo peculiar: le otorga calidez a
la oscuridad, expulsa la sordidez de la tiniebla… sin lastimar el candor de la
penumbra. La luz de tu Voz no acaba con la noche: la hace amable. Como las
miles de diamantadas estrellas titilan poderosas sin arruinar el terciopelo
negro que las expone. Así, Tú, Señor y Dios mío, me hablas al oído, regalando
palabras nocturnas que palpitan en la noche como el pulso mismo del timbre de
tu Voz.
¿Por qué al oído?, no lo sé. Pues no hay terceros presentes.
Ni hay embargo de sigilo en lo que dices. Tal vez te acerques, cubierto de
rocío, a la puerta de mi oído, para vencer mi sordera; para exhalar tu
fragancia con que devolverme el aliento. No lo sé.
Sólo sé que ahora suspiro por Ti.
Qué tiene tu Palabra, Señor, que siendo Roca inconmovible
que no pasará jamás, nadie se sumerge dos veces en tu misma Voz…
“No temas a los hombres” me dices en un susurro. Y gran
parte de la hermosura de tu decir es que sea tan preciso tu hablar. No es un
amorfo e indefinido “no temas”. Sería estéril; sería mentiroso, sería
irresponsable. Como un padre en cuclillas ante un hijo, me dices a qué no temer
y a qué sí. Amo la nitidez de tu dicción. Tu claridad es mi seguridad.
Tu incansable Voz, Dios y Señor de gran Poder, insiste y
renueva el conjuro: no le temas a los hombres; no vale la pena; no tiene
sentido; no son más que palillos de romero seco. Incapaces de rasguñar siquiera
el alma. Teme más bien al que puede complicarte la Eternidad… Muere de miedo de
sólo pensar que puedas renegar de Mí. Deja ya de distraerte con minúsculos
temores infundados y ten el coraje de tener miedo, miedo en serio a escuchar en
el Juicio: no te conozco. Tiembla entero y alcanzarás sabiduría. Tiembla
entero, como trinan las hojas al paso del Viento de mi Voz. Y no te alejes
jamás de ese tremolar…
Y cuando la brisa se detiene, abro lentamente los ojos. Y
ya no estás. Y percibo bien que no te has retirado vuelto sobre tus pasos;
entiendo que has partido hacia delante. Ya no estás ante mí, pues tu Timbre y
tu Voz no eran tuyos… eran Tú mismo, que ahora estás en mí.
“No temas a los hombres” eras Tú, Señor, era tu Rostro.
Queridos todos: no me resta sino
decir Amén, Amén, y Amén. Y gracias a Dios por proponernos ejemplos de amor al
Señor como éste, y tan bellamente expresados.
Néstor Barbarito
Mil gracias Néstor por compartir esto tan bonito. Dios bendiga tu vida. Amén Elsa.
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