CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO
Seguimos publicando capítulos del libro de Néstor Barbarito y pedimos disculpas al autor por atrasarnos tanto, pero la cantidad de trabajo que nos llega sobre las fechas del calendario y un problema de internet que tenemos me impiden a veces continuar con su trabajo.
CAPÍTULO Nº 3
3 - SU MAJESTAD
LA ESPERANZA
Los caminos del enfermo hacia el amor
Durante los años en que me fue
ofrecido el regalo y la dicha de brindarme en el servicio pastoral
hospitalario, fui descubriendo los diversos caminos que la gracia imagina, para
llegar al corazón de los hermanos que,
muy a su pesar, “aterrizan” en una cama del aquel viejo hospital, ya sea por
haber sufrido un accidente, ya por lo que se conoce como accidente cerebro
vascular (ACV) o algún otro padecimiento que, en todos los casos, les impide,
por lo menos, movilizarse o valerse por
sí mismos.
Así me fue dado percibir distintas etapas por las que suelen atravesar
aquellos hombres y mujeres que, en su mayoría, han pasado, casi siempre de un
instante para el otro y sin transición, de poseer un absoluto dominio de su
cuerpo con un estado de salud plena o bastante buena, a otro en el cual no
pueden ni siquiera atender a sus propias necesidades básicas, y en algunos
casos tampoco expresarse.
Al comienzo de su enfermedad, en numerosos casos, el enfermo no permite
que lo alcancen ni el testimonio de la fe, ni la Palabra de Dios que uno
intenta transmitirle, y no pocas veces, ni siquiera los afectos. Y se revuelve
lleno de rencor en su castillo interior, como un prisionero en su celda de
castigo. No pocas veces fui rechazado por enfermos que recién llegaban de la
calle con su pesada carga de dolor y de resentimiento. Algunos, no sólo
rechazaban las palabras de pretendido aliento, sino hasta mi propia presencia
al lado de su cama. Al parecer, en mí veían ellos la delegación del Dios
“culpable” de todos sus males. Y en más de un caso me lo hicieron saber.
Hubo quienes jamás aceptaron su suerte. Se enfrentaban duramente con
Dios y con la vida, y no
permitieron el acceso a su prisión blindada y sellada por dentro. ¡Enorme
misterio el de la libertad del hombre!
Por cierto, fueron los menos, gracias a Dios. No obstante, confío y oro
porque el Espíritu Santo los alcance un día con su gracia y logre conmoverlos.
Otros en cambio, poco a poco fueron cediendo en sus defensas y
terminaron por capitular. La compañía y el afecto que los hermanos les
brindaban —amor humano con chispazos de cielo—. Ellos habían ido horadando
lentamente el blindaje, y un buen día los muros se derrumbaban y el sol volvía
a asomar en el alma del hermano, tímidamente al principio, y luego, poco a
poco, ganaba intensidad. No pocas veces lo vi brillar a pleno.
Amparada en el afecto humano; mimetizada con él, entra de puntillas su
Majestad la Esperanza. Primero
llega la expectativa de la mejoría física; cuando ella se afirma por fin en el
enfermo, la batalla puede darse por ganada. La batalla por la vida, y en muchos
casos el comienzo del camino hacia la fe y el amor verdadero. Porque, aunque
con frecuencia la cura física no se produce u ocurre sólo parcialmente, dejando
duras limitaciones, la esperanza sigue haciendo su obra callada en el alma.
Debo hacer la salvedad de que, de los sentimientos que hasta aquí he
mencionado, el afecto es el único que depende del agente pastoral o ministro
del alivio, o aún del familiar o el amigo que acompaña al enfermo. Éste es un
sentimiento puramente humano, bellamente humano, sin dudas sostenido y alentado
por la fuerza del Espíritu Santo. La fe y la esperanza, y sobre todo el
definitivo amor a Dios en que ambas, asociadas, con frecuencia desembocan al
final del proceso, son virtudes infundidas por Dios en su alma. De esta acción
del Espíritu he solido ser meramente un espectador admirado y deslumbrado,
además de agradecido.
Quiero contarte aquí el episodio de Sergio, un muchacho de unos treinta
años a quien durante varios años acompañé en su rehabilitación –por cierto muy
escasa en lo físico- y preparé para recibir el bautismo que el Padre Luís le
administró en la capilla del hospital, ante la unción y la alegría de gran —¡Hola
Néstor -me dijo- me voy a casa!
-—¡En buena hora, Sergio, y gracias a Dios! -dije, correspondiendo a su
sonrisa-. Estoy seguro de que volvés enriquecido como ser humano por la
experiencia vivida. ¿No te parece?
Entonces Sergio me dio una de las respuestas más luminosas y
conmovedoras que he escuchado en mis años de ministro del alivio, y aún diría
que de discípulo comprometido con la trasmisión de la esperanza en Cristo:
—¿¡Cómo!? ¡Soy el paralítico más feliz
del mundo! Yo caminaba, pero era un muerto en vida. Ahora estoy vivo. ¡Tengo a
Dios!
¡Regalos que el Señor nos hace de vez en cuando! Al recordar estas cosas, me siento como el
burro de la fábula. Creo que esos regalos son la zanahoria que Dios nos pone
ante los ojos de tanto en tanto, para que caminemos tras ella con renovadas
fuerzas y determinación. Para que sigamos animosos en la tarea que Él nos
confía, de consolar y anunciar la Buena Noticia a todos los hombres, empezando
por los más pobres y necesitados. ¿Y quién es más necesitado que quien no tiene
salud, y más pobre que el que no tiene esperanza?
cantidad de enfermos y
visitantes. Seguí llevándole la comunión regularmente y orando juntos, hasta
que una tarde, al entrar en su sala, donde estaba sentado en la silla de ruedas
y acompañado por su madre, me saludó con una amplia sonrisa
CONTINUARÁ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario