ARGENTINA TIERRA
PROMISORIA
HOY 4 DE SEPTIEMBRE 1918 ES EL DÍA DEL INMIGRANTE EN ARGENTINA. MIS PADRES FUERON INMIGRANTES POR ESO QUIERO DEDICARLES MI HOMENAJE CON LA HISTORIA DE MI PADRE QUE, CREO, DEBE DE TENER MÁS O MENOS UN CIERTO PARECIDO A LA DE TODOS. ¡FELIZ DÍA Y MI GRAN CARIÑO INMIGRANTES! ¡QUE DIOS LOS BENDIGA! ELSA LORENCES.
Estaba acodado en la barandilla del barco, en
un lugar que se encontraba solitario. Lejos del mundanal ruido de las gaitas,
las castañuelas, los pasodobles y las risas de los emigrantes que, como él,
esperaban el arribo a otro mundo, a otra vida.
Las olas que levantaba la nave le hacían
pensar en la espuma que hacía su madre cuando lavaba a mano la ropa,
arrodillada en aquel riacho situado a metros de su casa. Cerró los ojos y la
vio caminando hacia ella con el tacho de ropa limpia sobre su cabeza haciendo
equilibrio para que no se le cayera. Siempre admiró su fortaleza.
Sin abrir sus ojos vio su casa, como si la
tuviera enfrente, metida entre las montañas de su Asturias natal. El paisaje
era hermoso ahora que lo miraba de lejos, pero había sido difícil llevar a
pastar las vacas y los bueyes por esas angostas subidas y bajadas de los
caminos.
Volvió a pensar en Rosa, su mamá cuando
falleció de fiebre española dejando a tres niños pequeños. ¡Cuánto la había
llorado! Pero la vida continuó y Paco, su papá, se volvió a casar con otra
mujer que le había dado 3 hijos más. María era buena con ellos y los quería
como a sus propios hijos, pero un día él
sintió ganas de otros aires y decidió irse.
Se sentía triste, pero con una tristeza
esperanzadora. Hablaban tanto en el pueblo de Argentina como tierra de
promisión, que ya se veía un potentado. Lo primero que haría sería comprarse
una casa y un coche y luego traer a sus hermanos a los que también les
compraría la casa. El coche que se los compraran ellos con los buenos sueldos
que ganarían. Lo importante es que salieran de esos trabajos rudos de montaña
que no eran para pequeños.
Además él quería crecer, estudiar, Sentía en
su alma un hálito de poeta que en su casa no podía desarrollar. Apenas había
podido terminar el primario.
Pero
a pesar de todos sus sueños y esperanzas, el despegue era duro. Ya no se veían
las costas de España. Solo agua en el horizonte y su corazón achicado de
angustia. ¿Habré hecho bien? - se preguntaba entre las lágrimas que habían
empezado a correr por su cara.
Sin embargo un pensamiento le hizo cambiar
de expresión. Se secó las lágrimas con las mangas de la camisa y comenzó a recordar a esa chica que iba en el barco. Era
de su misma edad y lo había flechado. Si
bien ella coqueteaba y se reía, cuando el se le acercaba, veía en sus ojos una
chispita que le decía que no le era indiferente. Amor de muchacho solo, se
decía. Quién sabe que pasaría cuando llegaran a Buenos Aires.
Estaba en estas elucubraciones, cuando
apareció José, su compañero de travesía que venía corriendo y gritando:
“Avelino, Avelino, ven, ya se divisan las costas de Buenos Aires”- Corrió con
él. Argentina, tan soñada, la que le iba a dar todo y más.
Se fue a la habitación que le habían
designado en tercera clase y tomó el traje más nuevo que llevaba. Volvió a
donde estaba el grupo y revoleándolo lo tiró al Río de la Plata. Era el tributo
a esa nueva tierra que lo albergaría a partir de ahora.
Cuando pisó tierra e hizo los trámites de
aduana, se dio cuenta que en el revuelo había perdido de vista a esa chiquilla
que lo había enamorado toda la travesía.
Pasaron dos años de luchas y de trabajo
que, si bien no eran tan rudos como los que hacía en España, también le
demandaban muchísimos esfuerzos. Hacía changas cuando se presentaban, comía
cuando podía y dormía en una pensión de mala muerte. Había que vivir y no era
fácil. ¡Cuantas veces se acordó del traje que tiró al río!
¡Qué
estupidez había cometido! No sabía si en algún momento iba a tener el dinero
para comprarse otro.
Cierto día, cuando ya su vida se había
convertido en padecimiento, se encontró en casa de unos “paisanos” con la niña
del barco, y fue mirarse nuevamente a los ojos y allí supieron que nunca más en
la vida se desligarían. Hasta que la muerte los separe, juraron Avelino y María
del Rosario en la Iglesia de San Pablo de Capital a los 22 años.
Rosario tampoco lo había pasado bien. De
princesa de su casa, aunque tenía que cuidar las ovejas, pasó a chica para todo
servicio, como se las llamaba despectivamente a las inmigrantes. Tuvo que
cambiar repetidas veces de casas porque los patrones se querían abusar de ella.
¡Cuánto había llorado! ¡Cuántas veces pensando en regresar pero no podía juntar
el dinero para el pasaje! Ahora eran dos para luchar y se sentía más protegida.
Fueron tiempos difíciles. En lugar de la
casa soñada por Avelino, tuvieron que ir a vivir a un conventillo. Casa larga
como chorizo (le decían) con muchas piezas y en cada una se acomodaba como
podía una familia, que podían ser dos, tres o cuatro personas, un solo baño y
una sola cocina. Cola para el baño, horario para cocinar. Era denigrante vivir
así. Avelino sufría porque quería bajarle el cielo a Rosario, pero solo podía
ofrecerle esa mísera vida.
Trabajaban duro los dos. Avelino había
podido colocarse como camionero de un frigorífico y ella en una fábrica de
medias. Por lo menos tenían un sueldo a fin de mes y se estaban estabilizando
poco a poco.
Sin embargo algo ansiaban con toda el alma,
más Avelino que, todos los meses, veía derrumbarse sus esperanzas. Durante diez
años esperaron en vano. Sus sueños ya se habían casi disecado cuando recibieron
la noticia. ¡Iban a tener un hijo!
Él no podía con su alegría. Se lo contaba a
todo el mundo. Lo sabían todos los comerciantes del barrio. También sabían que
la ilusión más grande era que Dios les enviara una nena. ¿Qué hubiera sido de
Avelino si hubiera nacido un varón? Nunca se supo porque el Señor escuchó sus
ruegos y les envió una niña. Ahora tenía que trabajar más que nunca, porque
Rosario se tenía que ocupar de la pequeña y había que cambiar de casa, porque
no podían tener a su princesita viviendo en esas condiciones infrahumanas.
Y así fue. En el trabajo lo ascendieron, el sueldo aumentó y al fin pudieron alquilar
un departamento donde estaban solos. Se hicieron socios del Centro Gallego para
cuidar su salud y del Centro Asturiano donde, todos los domingos, se
encontraban con sus queridos paisanos e intercambiaban vivencias mientras
rememoraban su tierra natal y bailaban algún que otro pasodoble.
Los años fueron pasando como golondrinas
que emigran pero que nunca regresarán. Avelino pudo cumplir su sueño de traer a
sus hermanos, menos uno que quiso quedarse con sus padres,
Elsa crecía y ya iba a la escuela primaria,
mientras su papá le hablaba de Asturias, de sus romerías, de la Virgen de
Covadonga y de sus paisajes. A los siete
años la anotaron en bailes españoles y recitado.
Al mismo tiempo, Avelino, comenzó a sentir
nuevamente en su interior la llamita del arte, más precisamente de la poesía.
Un Don muy hermoso le había regalado Dios, pero él, en su humildad, no sabía
reconocerlo. Quería escribir. Transportar al papel lo que sentía en su alma,
pero no tenía estudios suficientes. ¿Cómo hacer?.
Un día apareció en su casa con un
diccionario. Se lo había comprado para ayudarse con la ortografía. Lo demás era
obra de Dios. Y las palabras nacían a borbotones, sin pensar y esas palabras
iban formando versos con rimas. Y así fue dedicando poemas a todos los pueblos
y a las cosas más queridas de su Asturias natal. A su vez, su hija, ya
recitadora, los iba representando en el Centro Asturiano.
Un día Avelino, que había progresado en su
trabajo medianamente y tenía un negocio en la localidad de Martínez, se dio
cuenta que estaba para más, y como el viaje de ida y vuelta era largo, se
dispuso a escribir una obra de teatro.
En su casa todos sus familiares se quedaron
con la boca abierta. ¿Casi un ignorante y con pretensiones de escritor!, decían
algunos. Si, era demasiado ambicioso, pero el Don de Dios estaba con él. Todos
los días, en su viaje en tren y luego en colectivo, ayudándose con el
mataburros, como llamaba a su diccionario, fue dando forma a una obra
típicamente asturiana. Los personajes un poco inventados y un poco vividos y el
resto una comedia de enredos pueblerinos.
Cuando la terminó, la presentó a las
autoridades de Cultura del Centro Asturiano y siendo aprobada, comenzaron los
ensayos para representarla. En Septiembre, día de la Virgen de Covadonga. Su
hija, la protagonista, dado que en esa época estudiaba teatro, compartió con su
padre las mieles de su triunfo. El salón lleno de gente. Familiares, amigos y
paisanos que querían saber que había salido de la pluma de ese hombre
inmigrante, campesino y sin estudios. Al final de la obra, todo el mundo se
paró y lo ovacionó y las lágrimas corrían por las mejillas curtidas de Avelino.
Dos años después se repitió lo mismo con
otra obra, con distinta temática. En el escenario las gaitas, las panderetas,
los vestidos típicos, las madreñas y las canciones asturianas, humedecían los
ojos del público que, otra vez respondió masivamente a la convocatoria.
Ese puñado de hombres y mujeres, todos ellos
emigrantes, que recordaban con alegría y nostalgias sus años mozos en esa
tierra asturiana que nunca jamás sería olvidada.
Pasó poco tiempo cuando Avelino recibió
otra gran alegría. Su hija se casaba con otro asturiano, de Mieres. ¿Puede un
asturiano sentir más placer que ver a su hija casada con otro asturianín?. Eso
al menos reflejaba la cara de Avelino cuando veía a Elsa y a Manuel juntos. Sin
casa, sin auto, pero su mejor obra y su mayor tesoro estaba allí, vestida de
blanco dando el sí para toda la vida, como había hecho él con Rosario hacía
muchos años atrás.
Lamentablemente una triste noticia vino a
empañar todas estas alegrías. Paco, su padre se estaba muriendo y quería verlo.
Y allí fue. Regresar a Asturias, después de tantos años, para ver morir a su
padre,
fue movilizador. Demasiado movilizador y Avelino regresó a la Argentina, pero
ya nunca volvió a ser el de antes. Dejó de escribir, se jubiló y se dio cuenta
que esta tierra a la que el creía tan promisoria, para él no lo había sido. No
le había dado nada material. Ni casa, ni coche, ni había podido conservar su
negocio porque una ley había declarado zona residencial donde se hallaba
situado y había perdido todo.
Todo esto lo cambió por una jubilación de
miseria después de tantos años trabajados.
Cuando su hija y su yerno tuvieron que
aportar para ayudarlos a vivir, Avelino se enfermó. Lo único que lo consolaban
eran sus nietos Javier y Nancy a los que quería con locura y alegraron sus
últimos años de vida.
Su enfermedad se fue agravando. Un
Parkinson y luego una demencia senil, lo fueron dejando sin recuerdos. Su
España y el terruño que tanto amó, se fueron desdibujando de su memoria y ya no
recordaba las gaitas, ni las madreñas, ni conocía a su propia hija.
Su esposa
lo cuidaba día y noche y cumplió
el juramento de: “Para toda la vida”.
Un mes entero estuvo Avelino en coma, en
una pieza de hospital acompañado todo el día por su hija que varias veces lo
vio sonreír levantando la cabeza, sin abrir sus ojos, hacia la esquina de la
habitación. ¿Qué estaría viendo? Se preguntaba Elsa con infinito dolor. ¿A sus
padres que lo venían a buscar? ¿A su casa y los campos verdes de su Asturias
natal? ¿A aquella moza que lo cautivara en la travesía del barco? ¿Se sonreiría
de su traje en el agua, o estaría viendo
a su gente querida aplaudiendo sus obras de pie en el inmenso salón de Centro
Asturiano?
De cualquier manera, papá querido, vieras
lo que vieras, te fuiste rodeado del amor de tus parientes, amigos y paisanos,
que vieron en vos el ejemplo de un hombre probo, que si bien no llegó a lograr
sus sueños de grandeza, dejó en esta tierra de promisión, lo mejor que un
hombre puede legar: tu familia, en la cual seguirás viviendo y tu propia vida
de trabajo fecundo y decente.
Elsa Lorences de Llaneza
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