¿REVELACIÓN TARDÍA?
Un día de tantos, intentaba orar pero no lograba
concentrarme. Por mi mente se atravesaban ideas en tropel, intentando desviar
mis pensamientos de lo que estaba tratando de hacer: conectar mi alma con su
Señor. De pronto cruzó por mi mente embarullada esta afirmación de Jesús:
«Si alguno me ama,
guardará mi palabra,
y mi Padre lo
amará, y vendremos a él,
Y haremos morada en
él».
(Jn 14,23)
Creí entender la sugerencia. Aquel sería, supuse, el
sendero por el que el Espíritu quería que se
encaminara mi oración.
Sin embargo, aparte del asombro que siempre me producen
esas palabras del Señor que Juan nos cuenta, poco más logré obtener de aquella
instancia, excepto la dulzura de saborear un buen rato esa promesa de intimidad
y prodigalidad de parte de Dios.
Sin embargo luego recordé que mis ratos de oración suelen
terminar, -o más bien prolongarse, aunque no siempre en el mismo momento- de la
siguiente manera: las ideas que me surgen, creo que impulsadas por el Espíritu,
suelen darme “apenas” (¡!) un pie para la reflexión, que debo hacer usando la razón pero apoyado
en la fe. Esto casi exclusivamente logro concretarlo hurgando en las Escrituras
y poniendo todo en negro sobre blanco, donde puedo retroceder, leer y meditar
sobre lo escrito, y desde ahí volver a continuar. A veces la reflexión acaba
abruptamente porque, como escribiera un monje
Cisterciense del siglo XII, Guillermo de Saint Thierry en “La
Contemplación de Dios”: «Alguna vez,
Señor,(…) tú me pones alguna cosa en la
boca del corazón, pero no permites que sepa qué es lo que pones. Ciertamente,
saboreo algo muy dulce, tan suave y reconfortante que ya no busco nada
más...Cuando recibo tu don, lo quiero retener y rumiar, y saborear, pero al
instante desaparece…». Yo creo que estos son “caramelitos” que Dios nos da
apenas a probar, para incentivar nuestro deseo de más. Otras veces la reflexión
da resultados que yo puedo estimar como positivos, y otras aun desembocan en
algún poema que, en verdad, no sé si
contiene o no la esencia de la oración original.
Puesto ya a meditar aquella idea para mejor entenderla
(¡vaya pretensión la mía!) y gustar de la miel que me aportara, lo que me
invadió fue apenas poco más que el original asombro. Asombro de pensar que aquel Dios tan grande, tan
poderoso, tan ingenioso y creativo; que tantos lugares bellísimos y originales
ha creado, pudiera elegir para su morada un “lugar” tan pobre y desordenado
como mi alma. Que con tantos perfumes dulcísimos como ha concebido y generado,
quiera habitar morada tan infecta y maloliente. ¡Pura deferencia y
misericordia!
Así mis pensamientos, dieron vueltas y más vueltas sobre
el asunto, y por fin, cuando ya estaba dispuesto a darme por vencido, casi sin
pensarlo comencé a escribir algunos versos, como al “tuntún”.
El resultado fue éste:
INHABITACIÓN
(Dios en el hombre)
Admirable y portentoso es descubrir
que el Dios creador
que en la profundidad del Cielo habita,
en lo íntimo del alma
a par quiera vivir;
hacer de ese sombrío y tenebroso mundo
comarca de sol; espacio de deleites;
comarca de sol; espacio de deleites;
región de luz, de vida y de verdad,
edén viviente.
Admirable y portentoso es descubrir
que el Dios creador
de luminarias y de innumerables mundos,
del pájaro y la flor,
del viento, del oro y de la nube;
de humeantes cataratas y el perfume
del tilo, la
violeta y el jazmín,
se abaja y se aviene a compartir
su noble vida y su
amor,
con la cruel miseria y el dolor,
y hasta el pecado
maloliente y torpe del creado.
Admirable y portentoso es descubrir
que el Dios creador
que en la profundidad del Cielo habita,
en lo recóndito del hombre pecador
a par haya querido darse cita.
Admirado y conmovido
de tal promesa de amor,
hasta me cuesta pensar que un Dios-Familia,
haya querido hacer nido
tan luego en mi corazón.
A esta altura de mi relato, debo confesar que yo creía
que aquel día no había ocurrido nada importante en mi vida espiritual, salvo
recordar una afirmación de Jesús bien conocida por mí, sin embargo partir de
entonces se produjo un notable cambio en la orientación de mi oración. Hasta
entonces yo oraba “hacia afuera de mí”, es decir dirigiendo la mirada de mi
alma hacia el Cielo, como quien intenta hacerse oír a través de un amplio
espacio vacío; como queriendo alcanzar,
en un duro esfuerzo, a un Dios que tenía su morada allá en lo alto.
A partir de ese día en cambio, el Espíritu me mostró que
Dios era y estaba más íntimo y próximo de lo que yo pensaba. Desde entonces, mi
oración es más familiar y menos ardua; más cercana. Los ojos de mi alma la
orientan hacia mi pecho: al lugar donde late mi corazón, allí donde el
Dios-Familia “quiso hacer su nido” para vivir en entrañable intimidad conmigo;
allí donde me es mucho más fácil y cercano encontrarme con Él.
Néstor F. Barbarito
Querido amigo. Muy valioso lo que has escrito. Es abrirnos los ojos a los que no meditamos tanto. Te lo agradezco de corazón.
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