Las palabras de los reyes y de la
gente que les acompañaba eran sencillas y emotivas. Postrándose y
ofreciendo sus dones, hablaban algo semejante: “Hemos visto la estrella,
sabemos que es el Rey de Reyes, venimos a adorarlo y a ofrecerle nuestros
humildes regalos, etc.” Estaban encendidos de amor, embriagados de
felicidad y en sus oraciones fervientes e inocentes le encomendaron al Niño
Jesús (…) todo aquello que tenía valor a sus ojos, en la tierra.
Ofrecían al Rey recién nacido,
sus propios corazones, alma, pensamientos y acciones (…) Estaban
transportados por el fervor, las lágrimas de alegría brotaban de sus
ojos, corrían sobre sus mejillas y sus barbas; creían estar también
en esa estrella hacia la que, desde hacía mil años sus ancestros habían
dirigido su mirada, su esperanza y sus suspiros. Todas las alegrías de la
promesa cumplida después de tantos siglos se unieron en ellos.
La Madre de Dios acepta sus
regalos con humilde gratitud. En un principio permanece silenciosa (…)
Después abriendo un poco su velo, dirige con sencillez y gratitud a cada
rey algunas palabras bondadosas.
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