sábado, 11 de junio de 2016

COMPARTIENDO: Bosquín Ortega. HOMENAJE A LEOPOLDO MARECHAL

MAESTRO DE MÚSICA
por Bosquín Ortega
           
                                              “Magisterio vivo en medio de la crisis mundial y nacional”.
                                                                      Graciela Maturo
Marechal, hasta su apellido es fonético y musical. Su poesía y su poética están habitadas por la música. Su tono y su ritmo, su síncopa y su cadencia, son sonoros en sí mismos. La manera de escanciar sus versos y de organizar su métrica, representan una lección de discurso musicalizado, en términos melódicos y armónicos.
El hijo de Balvanera escribe sobre el atril de las líneas el pentagrama verbal de sus poemas. Recitándolos en voz plena o leyéndolo en la acústica del silencio, asistimos a un efluvio de adagio  que arropa el “ojo del alma”, según San Agustín; o al oído del corazón, mediante  una envolvente melodicidad, vestidura inefable que distingue a los grandes textos de concepción artística y estética, simultáneas.     
Su poesía, sobre todo a partir de Sonetos a Sophia (El viaje de la primavera), se torna y entorna en ofrenda musical, abierta y vibrante, como una epifanía sonora. Marechal entrega sus versos con la doble misión del herrero y el orfebre: rigor en el fulgor, al cifrar “con pie de plomo y corazón de pluma”, su credo de arte.
Posa su palabra, descalza y levitante, sobre la corteza de la palabra y le imprime su huella canora, para que al pararse en la boca y en la mente, oblación de canto vivo, suba por el espiral aéreo de la melodía suspensa.
Don de canto, cultivado en el huerto de su oficio y en el jardín de su genio; causa de verbo,  heredada de los payadores que conoció su infancia en Maipú, sinópticos y sentenciosos para pensar y cantar su verdad, intuida en repentistas relámpagos inspirativos. Después, su fuente tonal abrevó en la vertiente de la copla y el romance españoles, con la melopea del árabe y el flamenco, la cantiga hispánica y el registro tímbrico de Gonzalo de Berceo y San Juan de la Cruz, iluminando su Laberinto de Amor. Concurren a su acento, también, el conocimiento del soneto petrarquista del Nuovostilo y el orden de belleza del Dante, destilados por la búsqueda de su estilo propio. Y, siempre atrás, eco de su gen, la majestad de la vihuela del moro y la guitarra criolla que sus Poemas Australes integran con austera resonancia de milonga y cifra, letanías de brizna pampera.
La cuerda se dilata a extensión sinfónica en el Canto de San Martín (1950), cantata, con música de Julio Perceval, y se expande a un ensamble coral e instrumental; poema rapsódico de épicos contrapuntos, que asciende una cima de síntesis poética en honor al Anibal de los Andes y al Cóndor de Yapeyú.
Y llega otra cumbre en su poiesis: El Centauro. Escrita en octavas heptasílábicas, es para  Luis Pedro Barcia, su hermeneuta, “uno de los sillares de la lírica argentina”. La impresión de Roberto Arlt, comunicada en conocida carta a Marechal es lúcida y elocuente: “Me produjo una impresión extraordinaria. La misma que recibí en Europa al entrar, por primera vez, a una catedral de piedra. Poéticamente sos lo más grande que tenemos en habla castellana. Desde los tiempos de Rubén Darío no se escribe nada semejante en dolida severidad. He recortado tu poema y lo he guardado en un cajón de mi mesa de noche. Lo leeré cada vez que mi deseo de producir en prosa algo tan bello, como lo tuyo, se me debilite. Te envidio tu alegría y tu emoción. Que te vaya bien”.
“Sentimos esa misma fuerza ascensional que nos arrebata, escribe Barcia, en las piedras que vuelan de la catedral gótica, al avanzar en los versos de El Centauro y adentrarnos en la orquestada concertación de símbolos trascendentes”… “El Centauro desplaza al mito de la herencia grecolatina e instaura el triunfo del Redentor Crucificado”. Los 504 versos que componen la magna obra sutilizan y armonizan un monumento a escala sonora. Cada línea contiene, en sí misma, una resonancia de orquesta verbal que le otorga una respiración continua, serena y pausada, gracias al oxígeno musical del conjunto en equilibrio de gravedad clásica.          
Leopoldo Marechal fue un poeta y novelista, ensayista y doctrinario, de características excepcionales en la tradición hispanoamericana, que consteló en su cosmovisión la herencia judeo-cristiana y heleno-romana, desde Aristóteles, Santo Tomás y San Agustín, hacia la centralidad en el Evangelio y los Padres de la Iglesia, sintetizados en El Sermón de la Montaña, Carta Magna del Cristianismo.  
Abelardo Castillo lo sitúa en “la Sagrada Trinidad de la literatura argentina”, junto a Roberto Arlt y Jorge Luis Borges; mientras que Ignacio B. Anzoátegui lo eleva a un elogio cenital: “Aún por encima de Darío y de Lugones, Marechal es el primer poeta de América. El poeta justo, el poeta libre y ajustado. Sin corset, pero encorsetado de musculatura poética. Con sístole y diástole. No un ventrílocuo, sino un cordílocuo. No un saltimbanqui de la técnica, sino un juglar que baila en puntas de pie sobre los finísimos reflejos de los vitrales de una catedral en honor de Nuestra Señora. Un poeta a quien Ella le comprometió para siempre con el sobrenombre de hijo. Alguien en quien la gracia cruje a luz”. Don Leopoldo, un maestro de la música: él mismo que escribió “Su misterioso idioma ¡qué cerca de la música!  

Mil gracias Bosquín. Hermoso tu relato. 

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