MAESTRO
DE MÚSICA
por Bosquín Ortega
“Magisterio
vivo en medio de la crisis mundial y nacional”.
Graciela Maturo
Marechal,
hasta su apellido es fonético y musical. Su poesía y su poética están habitadas
por la música. Su tono y su ritmo, su síncopa y su cadencia, son sonoros en sí
mismos. La manera de escanciar sus versos y de organizar su métrica,
representan una lección de discurso musicalizado, en términos melódicos y
armónicos.
El
hijo de Balvanera escribe sobre el atril de las líneas el pentagrama verbal de
sus poemas. Recitándolos en voz plena o leyéndolo en la acústica del silencio,
asistimos a un efluvio de adagio que
arropa el “ojo del alma”, según San Agustín; o al oído del corazón,
mediante una envolvente melodicidad,
vestidura inefable que distingue a los grandes textos de concepción artística y
estética, simultáneas.
Su
poesía, sobre todo a partir de Sonetos a Sophia (El viaje de la primavera), se
torna y entorna en ofrenda musical, abierta y vibrante, como una epifanía
sonora. Marechal entrega sus versos con la doble misión del herrero y el
orfebre: rigor en el fulgor, al cifrar “con pie de plomo y corazón de pluma”,
su credo de arte.
Posa
su palabra, descalza y levitante, sobre la corteza de la palabra y le imprime
su huella canora, para que al pararse en la boca y en la mente, oblación de
canto vivo, suba por el espiral aéreo de la melodía suspensa.
Don
de canto, cultivado en el huerto de su oficio y en el jardín de su genio; causa
de verbo, heredada de los payadores que
conoció su infancia en Maipú, sinópticos y sentenciosos para pensar y cantar su
verdad, intuida en repentistas relámpagos inspirativos. Después, su fuente
tonal abrevó en la vertiente de la copla y el romance españoles, con la melopea
del árabe y el flamenco, la cantiga hispánica y el registro tímbrico de Gonzalo
de Berceo y San Juan de la Cruz, iluminando su Laberinto de Amor. Concurren a
su acento, también, el conocimiento del soneto petrarquista del Nuovostilo y el
orden de belleza del Dante, destilados por la búsqueda de su estilo propio. Y,
siempre atrás, eco de su gen, la majestad de la vihuela del moro y la guitarra
criolla que sus Poemas Australes integran con austera resonancia de milonga y
cifra, letanías de brizna pampera.
La
cuerda se dilata a extensión sinfónica en el Canto de San Martín (1950),
cantata, con música de Julio Perceval, y se expande a un ensamble coral e
instrumental; poema rapsódico de épicos contrapuntos, que asciende una cima de
síntesis poética en honor al Anibal de los Andes y al Cóndor de Yapeyú.
Y
llega otra cumbre en su poiesis: El Centauro. Escrita en octavas
heptasílábicas, es para Luis Pedro
Barcia, su hermeneuta, “uno de los sillares de la lírica argentina”. La
impresión de Roberto Arlt, comunicada en conocida carta a Marechal es lúcida y
elocuente: “Me produjo una impresión extraordinaria. La misma que recibí en
Europa al entrar, por primera vez, a una catedral de piedra. Poéticamente sos
lo más grande que tenemos en habla castellana. Desde los tiempos de Rubén Darío
no se escribe nada semejante en dolida severidad. He recortado tu poema y lo he
guardado en un cajón de mi mesa de noche. Lo leeré cada vez que mi deseo de
producir en prosa algo tan bello, como lo tuyo, se me debilite. Te envidio tu
alegría y tu emoción. Que te vaya bien”.
“Sentimos
esa misma fuerza ascensional que nos arrebata, escribe Barcia, en las piedras
que vuelan de la catedral gótica, al avanzar en los versos de El Centauro y
adentrarnos en la orquestada concertación de símbolos trascendentes”… “El
Centauro desplaza al mito de la herencia grecolatina e instaura el triunfo del
Redentor Crucificado”. Los 504 versos que componen la magna obra sutilizan y
armonizan un monumento a escala sonora. Cada línea contiene, en sí misma, una
resonancia de orquesta verbal que le otorga una respiración continua, serena y
pausada, gracias al oxígeno musical del conjunto en equilibrio de gravedad
clásica.
Leopoldo
Marechal fue un poeta y novelista, ensayista y doctrinario, de características
excepcionales en la tradición hispanoamericana, que consteló en su cosmovisión
la herencia judeo-cristiana y heleno-romana, desde Aristóteles, Santo Tomás y
San Agustín, hacia la centralidad en el Evangelio y los Padres de la Iglesia,
sintetizados en El Sermón de la Montaña, Carta Magna del Cristianismo.
Abelardo
Castillo lo sitúa en “la Sagrada Trinidad de la literatura argentina”, junto a
Roberto Arlt y Jorge Luis Borges; mientras que Ignacio B. Anzoátegui lo eleva a
un elogio cenital: “Aún por encima de Darío y de Lugones, Marechal es el primer
poeta de América. El poeta justo, el poeta libre y ajustado. Sin corset, pero
encorsetado de musculatura poética. Con sístole y diástole. No un ventrílocuo,
sino un cordílocuo. No un saltimbanqui de la técnica, sino un juglar que baila
en puntas de pie sobre los finísimos reflejos de los vitrales de una catedral
en honor de Nuestra Señora. Un poeta a quien Ella le comprometió para siempre
con el sobrenombre de hijo. Alguien en quien la gracia cruje a luz”. Don
Leopoldo, un maestro de la música: él mismo que escribió “Su misterioso idioma
¡qué cerca de la música!
Mil gracias Bosquín. Hermoso tu relato.
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