Mónica nacida en Tagaste (en la actual Argelia).
Sus padres la educaron en el cristianismo y la casaron con un hombre
mayor pagano llamado Patricius (Patricio), un hombre muy enérgico y de
temperamento violento.
Mónica iba a la iglesia cada día y soportó con paciencia el adulterio
y las cóleras de su marido. Se ganó el afecto de su suegra en poco
tiempo e incluso convirtió a Patricio al cristianismo y calmó su
violencia. Mónica tuvo tres hijos. Uno de ellos fue San Agustín,
que le dio muchas alegrías por sus éxitos en los estudios, pero también
la hizo sufrir por su vida descarriada. Mónica envió a Agustín
al obispo para que lo convenciera de sus errores, pero el obispo le
aconsejó a Mónica que siguiera rezando por su hijo, diciéndole "no se
perderá el hijo de tantas lágrimas".
A la edad de 28 años, Agustín acogió la gracia de Dios y se convirtió al cristianismo y recibió el bautismo. Mónica se reunió con él al morir Patricio. Cuando Agustín se preparaba para partir a África, Mónica murió en Ostia, Italia.
Santa Mónica es puesta por la Iglesia como ejemplo de mujer
cristiana, de piedad y bondad probadas, madre abnegada y preocupada
siempre por el bienestar de su familia, aún bajo las circunstancias más adversas.
Sus padres encomendaron la formación de sus hijas a una mujer muy
religiosa y estricta en disciplina. Ella no las dejaba tomar bebidas
entre horas (aunque aquellas tierras son de clima muy caliente ) pues
les decía : "Ahora cada vez que tengan sed van a tomar bebidas para
calmarla. Y después que sean mayores y tengan las llaves de la pieza
donde esta el vino, tomarán bebidas alcohólicas y eso les hará mucho
daño." Mónica le obedeció los primeros años pero, después ya mayor,
empezó a ir a escondidas al depósito y cada vez que tenía sed tomaba un
vaso de vino. Más sucedió que un día regañó fuertemente a un obrero y
éste por defenderse le gritó ¡Borracha ! Esto le impresionó
profundamente y nunca lo olvidó en toda su vida, y se propuso no volver a
tomar jamás bebidas alcohólicas. Pocos meses después fue bautizada (en
ese tiempo bautizaban a la gente ya entrada en años) y desde su bautismo
su conversión fue admirable.
Ella deseaba dedicarse a la vida de oración y de soledad pero sus
padres dispusieron que tenía que desposarse con un hombre llamado
Patricio. Este era un buen trabajador, pero de genio terrible, además
mujeriego, jugador y pagano, que no tenía gusto alguno por lo
espiritual. La hizo sufrir muchísimo y por treinta años ella tuvo que
aguantar sus estallidos de ira ya que gritaba por el menor disgusto,
pero éste jamás se atrevió a levantar su mano contra ella. Tuvieron tres
hijos: dos varones y una mujer. Los dos menores fueron su alegría y
consuelo, pero el mayor Agustín, la hizo sufrir por varias décadas.
En aquella región del norte de África donde las personas eran
sumamente agresivas, las demás esposas le preguntaban a Mónica porqué su
esposo era uno de los hombres de peor genio en toda la ciudad, pero que
nunca la golpeaba, y en cambio los esposos de ellas las golpeaban sin
compasión. Mónica les respondió: "Es que, cuando mi esposo está de mal
genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me
callo. Y como para pelear se necesitan dos y yo no acepto entrar en
pelea, pues... no peleamos".
Patricio no era católico, y aunque criticaba el mucho rezar de su
esposa y su generosidad tan grande hacia los pobres, nunca se opuso a
que dedicara parte de su tiempo a estos buenos oficios. Quizás, el
ejemplo de vida de su esposa logró su conversión. Mónica rezaba y
ofrecía sacrificios por su esposo y al fin alcanzó de Dios la gracia de
que en el año de 371 Patricio se hiciera bautizar, y que lo mismo
hiciera su suegra, mujer terriblemente colérica que por meterse
demasiado en el hogar de su nuera le había amargado grandemente la vida a
la pobre Mónica. Un año después de su bautizo, Patricio murió, dejando a
la pobre viuda con el problema de su hijo mayor.
Patricio y Mónica se habían dado cuenta de que Agustín era
extraordinariamente inteligente, y por eso decidieron enviarle a la
capital del estado, a Cartago, a estudiar filosofía, literatura y
oratoria. Pero a Patricio, en aquella época, solo le interesaba que
Agustín sobresaliera en los estudios, fuera reconocido y celebrado
socialmente y sobresaliese en los ejercicios físicos. Nada le importaba
la vida espiritual o la falta de ella de su hijo y Agustín, ni corto ni
perezoso, fue alejándose cada vez más de la fe y cayendo en mayores y
peores pecados y errores.
Cuando murió su padre, Agustín tenía 17 años y empezaron a llegarle a
Mónica noticias cada vez más preocupantes del comportamiento de su
hijo. En una enfermedad, ante el temor a la muerte, se hizo instruir
acerca de la religión y propuso hacerse católico, pero al ser sanado de
la enfermedad abandonó su propósito de hacerlo. Adoptó las creencias y
prácticas de una secta maniquea, que afirmaba que el mundo no lo había
hecho Dios, sino el diablo. Y Mónica, que era bondadosa pero no cobarde,
ni débil de carácter, al volver su hijo de vacaciones y escucharle
argumentar falsedades contra la verdadera religión, lo echó sin más de
la casa y cerró las puertas, porque bajo su techo no albergaba a
enemigos de Dios.
Sucedió que en esos días Mónica tuvo un sueño en el que se vio en un
bosque llorando por la pérdida espiritual de su hijo. Se le acercó un
personaje muy resplandeciente y le dijo "tu hijo volverá contigo", y
enseguida vio a Agustín junto a ella. Le narró a su hijo el sueño y él
le dijo lleno de orgullo, que eso significaba que ella se iba a volver
maniquea, como él. A eso ella respondió: "En el sueño no me dijeron, la
madre irá a donde el hijo, sino el hijo volverá a la madre". Su
respuesta tan hábil impresionó mucho a su hijo Agustín, quien más tarde
consideró la visión como una inspiración del cielo. Esto sucedió en el
año 378. Aún faltaban 9 años para que Agustín se convirtiera.
En cierta ocasión Mónica contó a un Obispo que llevaba años y años
rezando, ofreciendo sacrificios y haciendo rezar a sacerdotes y amigos
por la conversión de Agustín. El obispo le respondió: "Esté tranquila,
es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". Esta admirable
respuesta y lo que oyó decir en el sueño, le daban consuelo y llenaban
de esperanza, a pesar de que Agustín no daba la más mínima señal de
arrepentimiento.
A los 29 años, Agustín decide irse a Roma a dar clases. Ya era todo
un maestro. Mónica se decide a seguirle para intentar alejarlo de las
malas influencias pero Agustín, al llegar al puerto de embarque, por
medio de un engaño se embarca sin ella y se va a Roma sin ella. Pero
Mónica, no dejándose derrotar tan fácilmente toma otro barco y va tras
de él.
En Milán Mónica conoce al santo más famoso de la época en Italia, el
célebre San Ambrosio, Arzobispo de la ciudad. En él encontró un
verdadero padre, lleno de bondad y sabiduría que le impartió sabios
consejos. Además de Mónica, San Ambrosio también tuvo un gran impacto
sobre Agustín, a quien atrajo inicialmente por su gran conocimiento y
poderosa personalidad. Poco a poco comenzó a operarse un cambio notable
en Agustín, escuchaba con gran atención y respeto a San Ambrosio,
desarrolló por él un profundo cariño y abrió finalmente su mente y
corazón a las verdades de la fe católica.
En el año 387 ocurrió la conversión de Agustín, se hizo instruir en
la religión y en la fiesta de Pascua de Resurrección de ese año se hizo
bautizar.
Agustín, ya convertido, dispuso volver con su madre y su hermano, a
su tierra, en África, y se fueron al puerto de Ostia a esperar el barco.
Pero Mónica ya había conseguido todo lo que anhelaba en esta vida, que
era ver la conversión de su hijo. Ya podía morir tranquila. Y sucedió
que estando ahí en una casa junto al mar, mientras madre e hijo
admiraban el cielo estrellado y platicaban sobre las alegrías venideras
cuando llegaran al cielo, Mónica exclamó entusiasmada: "¿Y a mí que más
me amarra a la tierra? Ya he obtenido de Dios mi gran deseo, el verte
cristiano." Poco después le invadió una fiebre, que en pocos días se
agravó y le ocasionaron la muerte. Murió a los 55 años de edad del año
387.
A lo largo de los siglos, miles de personas han encomendado a Santa
Mónica a sus familiares más queridos y han conseguido conversiones
admirables.
En algunas pinturas, está vestida con traje de monja, ya que por
costumbre así se vestían en aquél tiempo las mujeres que se dedicaban a
la vida espiritual, despreciando adornos y vestimentas vanidosas.
También la vemos con un bastón de caminante, por sus muchos viajes tras
del hijo de sus lágrimas. Otros la han pintado con un libro en la mano,
para rememorar el momento por ella tan deseado, la conversión definitiva
de su hijo, cuando por inspiración divina abrió y leyó al azar una
página de la Biblia.
Amada Santa Mónica, intercede ante Dios para que nuestros hijos se conviertan y vivan la vida amándote. AMÉN
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