PEDRO, ¿ME AMÁS?
Ibas tras la vida, Pedro, y la Vida te salió al
encuentro. Deseabas con afán el Reino y te encontraste adentro. Esperabas un
mensajero, y fue a Dios mismo a quien hallaste. Se cruzó en tu camino, y fue tu
Hermano y tu Amigo.
Cuando Él te salió al paso, tocaste el
cielo con las manos en el sentido más riguroso y preciso. Nunca creíste que
amarías tanto a un Hombre; que podrías sentir tanto orgullo, tanta decisión, ni
tanto valor.
Estabas dispuesto a seguirlo hasta el
triunfo del ideal, o hasta la muerte si fuera necesario.
Así cuando te dijo: «si yo no te lavo, no compartirás mi suerte»,
galopando en el fuego de tu sangre, no dudaste en responderle: «Entonces, Señor, ¡no sólo los pies, también las manos y la cabeza!» (Jn
13,8/9)
Vos contabas con tu entusiasmo, tu
coraje y tu amor, pero no sabías de tu naturaleza, pobre y floja. No sabías que
«el espíritu está pronto...» (Mt
26,41). Sólo el espíritu.
Y el Señor permitió que aprendieras
con dolor y confusión, que no es la voluntad del hombre -pequeño y frágil,
aunque sea generoso- la que puede vencer el temor al sufrimiento y a la muerte.
No sabías —¡pobre Pedro, aún no sabías!—,que sólo la gracia puede, y no nace de
nosotros; nos viene de regalo.
Tampoco sabías que Él había decidido entregar
su vida en una Cruz para librarte de aquellos miedos. En verdad, para librarnos
de toda esclavitud.
La humillación que te causó tu miedo, fue
apenas un grano de arena en el desierto. Lo peor fue la tristeza y el dolor de
haber negado al que te amó, y amabas con el alma.
Tu llanto fue de vergüenza, desazón y
pena.
¡Qué inmenso, Pedro, tu dolor! Lastima
el alma.
Pero Dios tenía sus designios para
vos, y quiso, en su bondad, enseñarte a confiar tan sólo en Él. Porque te había
destinado a ser maestro del amor y del perdón, debías aprender una dura lección
de humildad. Porque nadie hay tan capaz de perdonar, como el que ha descubierto
su propia miseria y se sabe perdonado.
Por eso te abrió, con su gracia, el
corazón, para que no murieras —como Judas— envenenado por el remordimiento.
Y corriste como el viento hasta el
sepulcro, cuando María Magdalena te contó lo que había visto. Y te llenaste de
emoción y regocijo, porque el corazón
te anunciaba que algo grande había sucedido.
Después lo viste y Él te dio su paz,
su Espíritu y su fuerza, y la misión de ser entre los hombres la viva
encarnación de su perdón.
Sin embargo, una vez más aún, te iba a contristar tu falta.
Cuando por tres veces te preguntaba: «Pedro, ¿me amás?» (Jn 21,15) resonaron de nuevo en tus oídos aquellas
negaciones. Y pensaste que éste ya era un dolor excesivo, innecesario.
¡Qué honda, Pedro, tu tristeza!,
estremece el alma.
Pero Jesús necesitaba
para sus designios que la lección de tu debilidad y su misericordia, se grabara
a fuego en tu corazón.
No sé si luego, alguna vez, habrás
tenido clara conciencia de que la Iglesia de Cristo se estaba levantando sobre
tus espaldas: ¡esa dura piedra! Pero un día comenzaste a descubrir el proyecto
que el Señor tenía para vos entre millones.
Y tan bien lo comprendiste, tanto
amaste y te brindaste, que al fin pudiste enseñarnos, con tu vida y con tu
muerte, que «El amor cubre todos los
pecados» (l Ped 4,8).
¡Qué enorme, Pedro, fue tu entrega!, confirma
nuestra fe y reconforta el alma.
Néstor Barbarito
Hermoso Néstor. Para reflexionar. Bendiciones.
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