(ZENIT – Madrid).- Junto con su hermano, el pequeño Francisco, y
su prima Lucía, Jacinta compone la tríada de pastorcitos a los que se les
apareció la Virgen María en Fátima. Francisco nació en Ajustrel el 11 de
junio de 1908, y Jacinta vino al mundo en esa misma localidad el 11 de
marzo de 1910. Lucía era la mayor, nació el 22 de marzo de 1907. Fue la
superviviente de los tres. Falleció el 13 de febrero de 2005. Ella y los
dos hermanos compartían confidencias, jugaban y rezaban unidos mientras
cuidaban del rebaño. Lucía les hablaba de Cristo. El prodigio que
aconteció con los niños se produjo entre el 13 de mayo y el 13 de octubre
de 1917. El lugar elegido por la Virgen para hacerse presente ante ellos
fue Cova da Iría. Como les sucedió a otros videntes, los pastorcitos
también sintieron su corazón henchido de amor por Dios y por la
humanidad, disponiéndose a ofrecer sus sufrimientos para rescate de los
pecadores.
Sus desdichas aparecieron desde el primer instante en el que
hicieron partícipes a otros de la celeste visión. Fueron objeto de malas
interpretaciones y calumnias, perseguidos y encarcelados. Pero todo lo
soportaron con paciencia y humildad dando pruebas de heroica fortaleza,
pese a su corta edad. En particular Francisco actuó con hombría cuando fueron
amenazados de muerte, a menos que declararan falsas las apariciones. Él
infundió valor a Jacinta y a Lucía. Los tres se mantuvieron firmes: «Si
nos matan no importa; vamos al cielo». De forma específica se hizo
patente su espíritu martirial cuando le engañaron llevándose a su
hermana, a la que supuestamente iban a sacrificar: «No se preocupen, no
les diré nada; prefiero morir antes que eso». También fue palpable su
inocencia evangélica y candor en el transcurso de su enfermedad. Siempre
deseó consolar a Dios y a la Virgen en los que le pareció entrever su
tristeza: «¿Nuestro Señor aún estará triste? Tengo tanta pena de que Él
este así. Le ofrezco cuanto sacrificio yo puedo», confió a su prima. El
Padre se llevó tempranamente junto a Él a este pequeño beato el 4 de
abril de 1919.
Su hermana Jacinta, impresionada también por la pavorosa visión
del infierno, oraba por la conversión de los pecadores: «¡Qué pena tengo
de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!». Ella, como su
hermano y su prima, no ahorró mortificaciones ni sacrificios. Las
apariciones pusieron al descubierto su espíritu misionero. Así como
Francisco experimentaba inclinación a consolar a Dios y a María, Jacinta
quería convertir a las almas rescatándolas del infierno. El amor a Dios
la devoraba: «¡Cuánto amo a nuestro Señor! A veces siento que tengo fuego
en el corazón pero que no me quema». Obtuvo la gracia de ver los
sufrimientos del Santo Padre, que narró a su hermano y a su prima.
Entonces unieron sus oraciones y elevaron insistentes plegarias por él, a
la par que ofrecían sacrificios.
Los dos hermanos fueron testigos de hechos prodigiosos realizados
por mediación de María, que se hizo eco de sus súplicas. Cuando veían que
la atención recaía en ellos por haber sido agraciados con las visiones,
actuaban con la misma sencillez y humildad de siempre, huyendo de la
notoriedad. En concreto Jacinta fue bendecida con apariciones de la
Virgen de la que no fueron testigos ni Francisco ni Lucía. Ésta admiraba
a su prima; la vio madurar después de haberse comprometido con María a
ofrecer su vida y aficiones –como el baile que le agradaba sobremanera–
por los pecadores. Antes se había dejado llevar por un carácter voluble y
oscilante que según fuesen las circunstancias se tornaba en gozo o en
llanto.
Cuando al paso de los años Lucía hizo memoria de su acontecer,
manifestó: «Jacinta fue, según me parece, aquella a quien la Santísima
Virgen comunicó mayor abundancia de gracia, conocimiento de Dios y de la
virtud. Tenía un porte siempre serio, modesto y amable, que parecería
traslucir en todos sus actos una presencia de Dios propia de personas
avanzadas ya en edad y de gran virtud. Ella era una niña solo en años
[…]. Es admirable cómo captó el espíritu de oración y sacrificio que la
Virgen nos recomendó. Conservo de ella una gran estima de santidad». Otra
de las características de Jacinta fue su devoción por el Sagrado Corazón
de Jesús, unida a la que sentía por María, y una especial dilección por
el Santo Padre al que tenía presente en su ofrenda personal y en las
oraciones compartidas con su hermano y con su prima.
La Virgen había advertido a Francisco y a Jacinta que sus vidas
serían breves. Ésta padeció mucho antes de morir por una llaga abierta en
el pecho, producto de la pleuresía que se infectó por falta de higiene:
«Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para
desagraviar al Corazón Inmaculado de María», confió a su prima Lucía. En
una aparición, María le aseguró que vendría a buscarla. Voló a los brazos
del Padre en un centro hospitalario de Lisboa, donde la llevaron casi in
extremis esperando que se recuperara, el 20 de febrero de 1920, a los 10
años de edad. Ambos hermanos fueron trasladados al santuario de Fátima.
Al abrir el sepulcro de Francisco vieron que el rosario que colocaron
sobre su pecho aparecía enredado en sus dedos. En cuanto a Jacinta, al
trasladarla al santuario, 15 años después de su muerte, constataron que
su cuerpo estaba incorrupto. El 18 de abril de 1989 Juan Pablo II declaró
venerables a los dos hermanos. Y el 13 de mayo de 2000, en el transcurso
de su visita a Fátima, los beatificó en presencia de Lucía, la tercera
vidente.
Bosco Ortega
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