TRAZO DIVINO
“Ama, luego actúa”.
San
Agustín
Su
verdadero nombre fue Agner Gonxha
Bojaxhiu, nativa de la antigua república yugoslava de Macedonia, hoy
Albania. Decidió tomar el nombre de Teresa en memoria de la santa de Liseaux,
patrona de los misioneros y Doctora de la Iglesia. Para el
mundo fue Teresa de Calcuta,
mientras que para sus pobres, que la reconocieron en su dimensión esencial, fue
La Madre. Sin adjetivos, y con tácita gratitud.
Esta amorosa economía expresiva del pueblo hindú se correspondía con la prédica
histórica y la práctica salvífica de Teresa, y que ella misma definía como
“amor en acción”.
Su
proporción existencial era su ecuación de caridad; a menor palabra, máximo
gesto. En su cosmovisión redentora la palabra era un instrumento de vínculo,
pero el silencio era el lenguaje omnipresente de la Creación. Dios
habla, actuando en silencio. A medida que se adentraba en su crepúsculo
biológico, regresaba con el silencio del origen. Se angelizaba, mientras curaba;
se consumía, mientras rezaba.
Para
Teresa y su obra de activa mística el Creador era Verbo en acción y sustantivo
en movimiento. El Amor, la acción en potencia; el Movimiento, su potencia en
acción. Su vida fue acción consumada y consumación en amor: hoguera y holocausto,
donación y oblación, ofrenda y sacrificio, destino y camino, entrega y abandono
a un llamado, vivido como escenario del misterio humano. Su actuar fue un fuego
sereno y lúcido. Un ardor sentido por el espíritu y entendido por la
inteligencia, constante alumbramiento e iluminamiento: un dar y darse a luz
para iluminar el dolor, modo del nacer. Combustión transformada en compasión,
en pasión por otros o la pasión de Cristo en nosotros.
“Tengo sed”, exclamó Jesús en su agonía del Gólgota. Dos mil años
después, Agner la hizo carne y lema de su conversión religiosa. Esa sed de
almas y por almas que clamaba el hijo del carpintero de Nazareth en su cima de
llagas, resultó el fuego cristocéntrico y el madero emblemático donde Teresa
quiso arder y entregar su alma, como sustancia de salvación.
Teresa, La Madre,
fue vaso, agua y sed. Y fuego, en todo. Así como Jesús se hace Cristo a través
de los signos concretos de su profetismo mesiánico en la comunidad de su época,
Teresa se revela Madre por la maternidad incesante de generar a Cristo en
multitudes de semejantes y prójimos. Su santidad consistió en santificar el
sufrimiento del Nazareno en el sufrimiento de sus criaturas.
Singularmente conmovedor se interpreta su invención de un cuarto voto a
la trilogía eclesial de pobreza, obediencia y castidad: el inédito voto de dar. Un dar que implica vaciarse - una kenosis
total – de la codicia y usura mundanas a efectos de llenarse de la gracia y
misericordia evangélicas. Dar para recuperar la vocación de ofrendar. Dar
consciente de lo poco que hay para dar; y que, por lo mismo, no queda más
opción que dar. Frente a la escasez de dar, queda la pobreza por dar. Teresa lo
cifró con luminoso ascetismo: “Dar
hasta que duela”, síntesis crucial.
Su
abandono a la
Divina Providencia signó la totalidad de su proyecto
misional, logrando trascender los límites del abandono, la indiferencia y el
desinterés, exponerse al riesgo de lo imprevisto y a la decisión de lo
sobrenatural. Ante un interrogante afirmaba: “Soy un lápiz en la mano de Dios”. Teresa fue trozo y trazo,
grafía y biografía, rastro y rostro de un Arquitecto Celeste que premeditó en
una mujer, como hizo con Isabel, María y Magdalena, un imperio diminuto de
pobreza recíproca y poderosa liberación.
Traspuesto
el umbral del Tercer Milenio aparece la paradoja inefable del Reino de Dios y
un signo auspicioso de los tiempos finales, un adviento de la aurora
escatológica. En La India,
un país denso, tenso e inmenso, abierto
en gangrenas y cerrado en miseria, magro en víveres y rico en sabiduría, se
manifestó una epifanía de inequívoca santidad: Mahatma Gandhi y La Madre Teresa. Quien
quiera oír, que oiga.
Evangelio viviente, transitó entre nosotros a la manera de una Verónica
contemporánea que se detuvo ochenta y siete años en la historia humana para
limpiar el rostro de Jesúscristo en legiones de miserables, famélicos y
moribundos, donde brilla el secreto resplandor de la Luz sin Ocaso. Teresa, hoy
Beata, también Madre nuestra, luchó por hacernos hijos suyos en otros hermanos sufrientes,
los Anawim (pobres) de Dios, acercados
por su piadosa vastedad de amor planetario. Para Teresa, aquella humilde y
enjuta monjita del convento de Loreto, todo prójimo era la religión más
cercana.
Bosquín Ortega
Excelente Bosquín. Tu relato nos hace meditar en nuestra vida, en lo que damos, en lo que estamos dispuestos a dar y en todo lo que hizo la Santa. ¡Cuánta gente murió entre sus brazos! Gente que no tenía nada en la vida, solo los santos Brazos de Madre Teresa. Que ella se apiade de todos nosotros. AMÉN
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