LOS
OJOS DEL POBRE
Después
de mucho resistirme y vacilar, una tarde que, aunque brillaba en el cielo
un
sol espléndido, a mí me pareció oscura y amenazante; preñada de presagios,
comencé
a acompañar a los enfermos del hospital de rehabilitación, no sin “temor y
temblor”.
Tenía grandes dudas de que estuviera en condiciones anímicas y espirituales
de
afrontar semejante compromiso. Nadie me lo había propuesto ni sugerido. Al
menos
nadie
que hubiera dejado ver su rostro u oír su voz. Yo pensaba que aquella era una
decisión
mía y por eso desconfiaba, porque contaba más con mis propias fuerzas, que
sabía
escasas, que con la ayuda del Espíritu de Dios, que era –luego lo supe— Quien,
en
verdad,
me confiaba aquella misión y me iba a dar la fortaleza. ¡Cuánto me costó
entender
que las fuerzas de que dispondría no eran mías!
Un
par de semanas después del duro comienzo, quise confiar a mi “Diario”, las
primeras
impresiones que esa labor iba dejando en mi espíritu. Luego de mucho cavilar
me
di cuenta de que era tan fuerte el choque de sentimientos que aquel contacto me
había
provocado, que no sabía por dónde empezar, ni me iba a resultar para nada fácil
expresarlo.
Al cabo de un rato de darle vueltas al asunto y escribir unas pocas frases
inconexas,
decidí posponerlo para una mejor oportunidad.
Siempre
pensé que aquella oportunidad no había llegado nunca, pero al releer
aquel
cuaderno tiempo atrás, un par de páginas más adelante de aquellas pocas frases,
iba
a encontrar, no sin algo de sorpresa, un breve relato de ficción que había
olvidado
por
completo -cuyo título tomo para esta página- que me hizo entender que al fin el
Espíritu
me había sugerido el modo de retratar fielmente, aunque por el camino de la
metáfora,
lo que pasaba por mi alma en aquellos días. Lo transcribo porque no deja de
ser
una mirada de esa etapa de mi vida, y tal vez te sirva para entender mejor los
encontrados
sentimientos que por entonces me embargaban. Sentimientos que
seguramente
son compartidos por muchos de los llamados por Dios para ministerios
semejantes:
«Consuelen, Consuelen a mi pueblo, dice Dios» (Is.40, 1)
El
relato decía así:
«Perezosamente,
la tenue claridad que entraba por los
cristales
iba despertando a la vida, uno a uno, a los pocos muebles de mi cuarto.
Quise
salir al encuentro de la aurora que asomaba, porque sabía que con ella
llegarías,
pero afuera estaba el frío y también los otros, los más pobres: los enfermos,
los
sin techo, los desconsolados y desesperados. Ellos te necesitaban, y aun los
que no
creían
que vendrías, sin embargo, en algún rinconcito de su corazón guardaban una
migaja
de esperanza.
El
miedo me paralizaba. Si pasaba entre ellos quizás hasta me confundieran con
Vos,
Señor, y me envolvieran en sus necesidades, en su indigencia y su dolor.
Tendría
que
prestarles oído y darles de mi tiempo, y a lo peor, tal vez hasta me pidieran
afecto.
Y
yo estaba tan a gusto en mi refugio abrigado, en mi lecho tibio, seguro además,
de
contar
con tu amor y tu predilección… De todos modos -pensé- cuando llegaras me
visitarías.
Luego tendrías tiempo para ocuparte de los otros. Pobres habrá siempre.
Vos
mismo lo habías dicho…
Te
esperé inútilmente, primero con impaciencia, luego con desencanto. Por fin,
cuando
el sol ya estaba alto, molesto y contrariado, venciendo mis temores, resolví
correr
el riesgo de salir a buscarte.
Me
pareció que afuera se respiraba un aire pesado y ominoso. Quería huir de las
manos
que se tendían hacia mí, suplicantes, pero para poder alejarme de allí, tuve
que
pasar
por entre los que clamaban por ayuda, y los otros, los que esperaban con un
ruego
expresado en su silencio y su mirada.
Muy
a mi pesar, pasé junto a uno de aquellos hombres quebrantados. Me susurró
algo
con los labios apenas entreabiertos. En un acto reflejo, absolutamente
involuntario,
me incliné para oírlo mejor, lo miré a los ojos… y supe con dolor que te
había
encontrado».
Hasta
aquí mi “Diario”.
Después
de haber presenciado y compartido múltiples y penosas situaciones
durante
muchos años en aquel hospital, me sorprende haber retratado en un relato de
ficción,
tan temprana y fielmente lo que luego sucedería ante mí con harta frecuencia
mientras
duró mi labor allí. Porque, habiendo aceptado a regañadientes mi papel en
aquellos
dramas, sin embargo, no habría de ser yo un mero espectador. No ocurrirían
frente
a mí, solamente, sino que me involucrarían, calando honda y dolorosamente
dentro
de mi corazón. Y si Cristos en la Cruz eran ellos, Él me había escogido para
Cireneo.
Esto
me confirma que, en verdad, sólo el Espíritu Santo de Dios pudo entonces
guiar
mi pluma. Y, por supuesto, sólo Él pudo sostenerme aquellos años en esa tarea.
Doy
mi consentimiento a la señora Elsa Lorences de Llaneza, para que –si lo
considerare
pertinente y oportuno- publique este relato en su blog.
Néstor
F. Barbarito
Ah mi querido amigo. ¡Qué bien lo expresaste! Me hiciste revivir mis años acompañando a los enfermos del Hospital Durand. ¡Cuánto dolor había en algunos sin familiares! Y sí Néstor, como tú bien lo dices, solo el Espíritu Santo nos sostenía en esos momentos y nos daba fuerzas para seguir ese camino tan doloroso. Yo agradezco a Dios que me dió esas fuerzas porque ahora lo recuerdo con amor. Felicitaciones amigo porque lo que diste te volverá centuplicado. Con cariño Elsa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario