ELLA[1]
A la Paz en la vida y para la
Vida…
En especial, a su Poesía
vital y al Buen Todo que la
suscita y edifica...
Y en estas horas benignas del estío santafesino, y, con
gran afecto admirativo, a los incontables y entrañables amigos en las letras y hermanos en la Fe y Humanidad, ángeles de
Luz y Consuelo, servidores de la Paz verdadera y aromas de Cristo Jesús,
Príncipe de la verdadera Paz: abrazados al Misterio del Verbo, en su cálido y
tierno Hogar del Maná de la Palabra; allí, donde las musas suspiran y los vates
cantan, y, la Guerra, nunca alcanzará la dimensión de su cúspide armónica y
benévola…
En particular, a la escritora argentina Elsa Lorences
de Llaneza y su blog cultural tan maravilloso. Con afecto y admiración:
Adrián
N. Escudero (Santa Fe, Argentina) – 31 MARZO
2019
Todos los días, al pasar por el lugar, la
miraba.
Más que mirarla, la observaba. O, más que observarla, la inquiría en
cada detalle de su cuerpo quieto y frío. Simplemente, Ella estaba ahí, quieta y fría. Y parecía imposible cualquier
cambio.
Sin embargo, la pensaba (o imaginaba) un ser maravilloso –casi divino-
presidiendo, en el opaco brillo de sus ojos, el nacimiento (o muerte) de los
días, de las flores, de los árboles y de la gente que por allí pasaba.
Hubiera deseado humanizarla para entender
mejor su gesto de tímida credulidad; pero Ella también lo auscultaba aunque,
desde tan lejos, que no habría podido superar jamás el abismo de soles abierto
por la dirección de su extraña mirada.
Era hermosa. La piel, blanca y suave. El tiempo no transcurría para esos
espejos tibios y claros en los que, alucinado, se sentía –como poseído-
reflejar. Tampoco para su rostro de marfil y los paños leves y tersos que
envolvían su cuerpo despojado.
Dio gracias por las manos o los vientres misteriosos que fueran capaces
de modelar o engendrar, si se quiere, semejante arquitectura de belleza.
Hubiera deseado besarla, acariciarla, tocar su alma clara de mujer
tímida pero anhelante...
Nunca pudo arrebatarse en tal arrojo.
Ella siempre ahí.
Novia de todos y de ninguno.
Admirada. Tan admirada como incomprendida en su eterna soledad.
Los árboles se inclinaban o aquietaban según soplara o no el viento
único de las cuatro temporadas.
Las hojas se vertían verdes o amarillas, en fervoroso clamor o límpida
caída, según la estación.
El sol alumbraba, las nubes solían llorar, y la noche (estampada por
candiles y guedejas de luz), muchas veces la habían visto en aquel lugar.
La gente turbaba en ciertas horas el mágico sitio donde habitaba,
rompiendo su encanto con un rugir de autos, exacerbadas canciones
estereofónicas o un griterío de niños que despabilaba con saltos y muecas el
somnoliento y enmohecido aire de la gran ciudad...
Los juegos y sus maderas y barras metálicas de mil colores, cimbraban,
se mecían o dormían en alegre sueño, bajo el dominio nervioso de aquellos
brazos y piernas audaces, quizá felices.
Ella siempre ahí.
Madre de todos y de ninguno.
Admirada. Tan admirada como incomprendida en su eterna soledad.
También estaban los otros en aquella peculiar estancia común a diversas
expectativas e intereses.
Los viejos.
Con sus canas, sus bastones, sus sombreros y ropas de antaño. Sus pipas,
sus tabacos, sus paraguas y sus diarios.
Con sus quejas, sus reproches, sus recuerdos y sus muertos. Sus barbas,
sus narices rojas, sus temblores y sus nietos. Y sus lánguidas y pulidas
canchas de bochas.
Silbando.
Algunas veces, alegres. Otras, melancólicos. Muchas, tristes y resignados.
Como si pensaran que de nada sirve la experiencia de los que ya han vivido,
para los demás...
Cansados (o agobiados, quizá). Satisfechos unos; los más, no tanto. Pero
todos, irónicos y suficientes, chispeantes e informados. Muriendo por vivir.
Ella siempre ahí.
Abuela de todos y de ninguno.
Admirada. Tan admirada como incomprendida en su eterna soledad.
Y fue en aquel día, en aquel inútil y aciago día, espeso de humedad y
crepitante de humo y de cenizas, de hojas postreras y resecas, en otoño, a las
tres de la tarde –dicen que-, sucedió...
Ahora no había coches en las calles. La situación, muy comprometida en
la democracia misma, había guardado a la gente vagar por la jornada gris.
Toque de queda en el país.
En casa, el pueblo esperando. La ansiedad como límite de la primera
lágrima...
Entonces ocurrió. Y lloró.
Porque la acústica de la segunda guerra vibró, y la dejó ahí...
... En su plaza. En el mismo lugar. Pero destrozada. Hecho polvo. O
añicos. Descuartizada.
Y lloró.
Bajando la cabeza, ocultando su arma de estrenado soldado, mordió el pan
duro de los mendigos, enfundó las manos en el calor de unos harapos abonados en
sangre, y, salivando a la desgracia supo que, sin Ella, había muerto para él
aquel lugar.-
Adrián N. Escudero
Santa Fe (Argentina)
Hermoso relato Adrián. Dios bendiga tus dones. Elsa Lorences de Llaneza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario