La casa en Éfeso y la Asunción de María, visiones de AnaCatalinaEmmerich LA CASA DONDE MARÍA VIVIÓ SUS ÚLTIMOS AÑOS EN EFESO
En base a esta visión es que se descubrió la Casa de María en Éfeso.
María
no moraba en Éfeso, sino en las cercanías, donde se habían establecido
varias mujeres. Su casa estaba situada a tres leguas y media de ahí, en
la montaña que se veía a la izquierda viniendo de Jerusalén, y que
descendía en pendiente hacia la ciudad. Cuando se viene del Sur-Este,
Éfeso parece reunida al pié de la montaña. A medida que se avanza, se la
ver. Ante Éfeso se ven hileras de arboles bajo los cuales frutos
amarillos se encuentran por el suelo. Un poco hacia el mediodía
estrechos senderos conducen sobre la montaña, cubierta de un verdor
agreste. La cumbre presenta una planicie ondulada y fértil de una media
legua de contorno: es ahí donde se estableció la Santa Virgen. Es un
lugar muy solitario, con muchas colinas agradables y fértiles, y algunas
grutas excavadas en la roca, en medio de pequeños lugares arenosos. El
país es agreste, sin ser estéril; hay por aquí y por allí muchos árboles
en forma piramidal, cuyo tronco es liso y cuyas ramas dan una amplia
sombra.
Antes
de conducir a la santa Virgen a Éfeso, Juan había hecho construir para
ella una casa en ese lugar, donde ya muchas santas mujeres y varias
familias cristianas se habían establecido, antes incluso de que la gran
persecución estallara. Permanecían en tiendas o en grutas, hechas
habitables con la ayuda de algunos entablados. Como se habían utilizado
las grutas y otros emplazamientos tal y como la naturaleza los ofrecía,
sus habitáculos estaban aislados, y a menudo alejadas un cuarto de legua
unas de otras; esta especie de colonia presentaba el aspecto de una
villa cuyas casas estuvieran dispersas a grandes intervalos. Tras la
casa de María, la única que era de piedra, la montaña no ofrecía hasta
la cumbre, más que una masa de rocas desde donde se veía, más allá de
las copas de los arboles, la villa de Éfeso y el mar con sus numerosas
islas (…). El lugar estaba más cercano al mar que Éfeso mismo, que
estaba a una cierta distancia. El entorno era solitario y poco
frecuentado. Había en las cercanías un castillo donde residía un rey
desposeído. San Juan lo visitaba a menudo, y él se convirtió. Este lugar
fue más tarde un obispado. Entre esta residencia de la Virgen y Éfeso,
serpenteaba un río que hacía innumerables meandros.
La
casa de María era cuadrada; la parte posterior se terminaba en redondo o
en ángulo; las ventanas estaban hechas a una gran altura; el tejado era
plano. Estaba separada en dos partes por el hogar que se situaba en
medio. Se encendía el fuego frente a la puerta, en la excavación de un
muro, terminado por los dos lados por una especie de escalones que se
elevaban hasta el tejado de la casa. En el centro de este muro, corría, a
partir del hogar hasta arriba, una excavación semejante a un medio
cañón de chimenea, donde el humo subía y se escapaba después por una
apertura practicada en el tejado. Encima de esta apertura, vi y tubo de
cobre oblicuo que sobrepasaba el tejado.
Esta
parte anterior de la casa estaba separada de la parte que estaba tras
el hogar por cortinas ligeras en encañado. En esta parte, cuyos muros
estaban bastante groseramente construidos y un poco ennegrecidos por el
humo, vi a los dos lados pequeñas celdas formadas por tabiques hechos de
ramas entrelazadas (cuando se quería hacer una gran habitación, se
deshacían estos tabiques que eran poco elevados y se los ponía a un
lado. Era en esas celdas en cuestión donde dormían la sierva de María y
otras mujeres que le visitaban.
A
derecha y a izquierda del hogar, pequeñas puertas conducían a la parte
posterior de la casa, que estaba poco iluminada, terminada circularmente
o en ángulo, estaba muy limpia y agradablemente dispuesta. Todos los
muros estaban revestidos de madera, y el techo formaba una bóveda. Las
vigas que la sostenían, unidas entre ellas por otros solivos y
recubiertas de follaje, tenían una apariencia simple y decente.
La
extremidad de esta pieza, separada del resto por una cortina, formaba
la habitación de dormir de María. En el centro de la pared se
encontraba, en un nicho, una especie de tabernáculo que se hacía girar
sobre si mismo por medio de un cordón, según se quisiera abrir o cerrar.
Había una cruz de la largura aproximada de un brazo, con la forma de
una Y, así he visto yo siempre la cruz de Nuestro señor Jesucristo. No
tenía ornamentos particulares, y a penas estaba entallada, como las
cruces que vienen hoy en día de Tierra Santa. Creo que san Juan y María
la habían dispuesto ellos mismos. Ella estaba hecha de diferentes
especies de madera. Se me dijo que el tronco, de color blanquecino era
ciprés; uno de los brazos, de color oscuro, en cedro; el otro brazo
tirando a amarillo, en palmera; finalmente, la extremidad, con la
tablilla, en madera de olivo amarilla y pulida. La cruz estaba plantada
en un soporte de tierra o en piedra, como la cruz de Jesús en la roca
del Calvario. A sus pies se encontraba un escrito en pergamino donde
estaba escrito algo: eran, creo yo, palabras de Nuestro Señor. Sobre la
cruz misma, estaba la imagen del Salvador, trazada simplemente con
líneas de color oscuro, con el fin de que se la pudiera distinguir bien.
Tuve también conocimiento de las meditaciones de María sobre las
diferentes especies de madera de la cual estaba hecha esta cruz.
Desgraciadamente, he olvidado estas bellas explicaciones. No se tampoco
si la cruz de Cristo estaba realmente hecha de estas diversas especies
de madera; o si esta cruz de María había sido hecha así para proveer un
alimento a la meditación. Estaba situada entre dos vasos llenos de
flores naturales.
Vi
también un paño posado cerca de la cruz, y tuve la sensación de que era
aquel con el que la Virgen, tras el descendimiento de la cruz, había
limpiado la sangre que cubría el sagrado cuerpo del Salvador. Tuve esta
impresión, porque a la vista de ese paño, este acto de santo amor
maternal me fue presentado ante mis ojos. Sentí, al mismo tiempo, que
era como el paño con el que los sacerdotes purifican el cáliz cuando han
bebido la sangre del Redentor en el santo sacrificio; María, limpiando
las heridas de su Hijo, me pareció que hacía algo semejante; y, por lo
demás, en esta circunstancia ella había tomado y plegado de la misma
manera el paño con el que se servía. Tuve la misma impresión viendo este
paño cerca de la cruz.
A
la derecha del oratorio, estaba la celda donde reposaba la Virgen y,
frente a esta, a la izquierda del oratorio, otro pequeño reducto donde
estaban dispuestos sus vestidos y sus enseres. De una a otra de las
celdas, se había extendido una cortina que ocultaba el oratorio situado
entre ellas. Era ante esta cortina donde María tenía la costumbre de
sentarse cuando leía o trabajaba.
La
celda de la santa Virgen se apoyaba por detrás en un muro recubierto de
un tapiz; los tabiques laterales eran de encañado ligero, que semejaba a
una obra de marquetería. En medio del tabique anterior, que estaba
cubierto de una tapicería, se encontraba una puerta liviana, con dos
batientes, que se abrían hacia el interior. El techo de esta celda era
también un encañado que formaba como una bóveda en el centro de la cual
se hallaba suspendida un lámpara con varios brazos. La cama de María era
una especie de cofre vacío, de un pie y medio de altura, de la largura y
anchura de una cama ordinaria de pequeñas dimensiones. Los lados
estaban cubiertos de telas que descendían hasta el suelo y que estaban
bordadas con franjas y borlas. Un cojín redondo servía de almohada, y un
paño marrón con cuadros de cubierta. La casita estaba al lado de un
bosque y rodeada de árboles con forma piramidal. Era un lugar solitario y
tranquilo. Los habitáculos de otras familias se encontraban a alguna
distancia. Estaban dispersados y formaban como un pueblo.
LA ASUNCIÓN DE MARÍA
Después
de la Muerte, Resurrección y Ascensión de Nuestro Señor, María vivió
algunos años en Jerusalén, tres en Betania y nueve en Éfeso. En esta
última ciudad, la Virgen habitaba sola y con una mujer más joven que la
servía y que iba a buscar los escasos alimentos que necesitaban.Vivían
en silencio y en una paz profunda. No había hombres en la casa y a
veces algún discípulo que andaba de viaje, venía a visitarla. Vi entrar y
salir frecuentemente a un hombre, que siempre he creído que era San
Juan; mas ni en Jerusalén ni en Éfeso demoraba mucho en la vecindad; iba
y venía.La
Virgen se hallaba silenciosa y ensimismada en los últimos años de su
vida; casi no tomaba alimento, parecía que solo su cuerpo estaba en la
Tierra y que su Espíritu se hallaba en otra parte. Desde la Ascensión de
Jesús todo su ser expresaba un anhelo creciente y que la consumía.En
cierta ocasión Juan y la Virgen se retiraron al Oratorio, ésta tiró un
cordón y el Tabernáculo giró y se mostró la Cruz; después de haber orado
los dos cierto tiempo de rodillas, Juan se levantó, extrajo de su pecho
una caja de metal, la abrió por un lado, tomó un envoltorio de lana
finísima sin teñir y de éste un lienzo blanco doblado y sacó el
Santísimo Sacramento en forma de una partícula blanca cuadrada.
Enseguida pronunció ciertas palabras en tono grave y solemne, entonces
dio la Eucaristía a la Santa Virgen.
A
alguna distancia detrás de la casa, en el camino que lleva a la cumbre
de la montaña, la Santa Virgen había dispuesto una especie de Camino de
la Cruz o Vía Crucis. Cuando habitaba en Jerusalén, jamás había cesado
de andar la Vía Dolorosa y de regar con sus lágrimas los sitios donde El
había sufrido. Tenía medido paso por paso todos los intervalos y su
amor se alimentaba con la contemplación incesante de aquella marcha tan
penosa.
Poco
tiempo después de llegar a Éfeso la vi a entregarse diariamente a
meditar la Pasión, siguiendo el camino que iba a la cúspide de la
montaña. Al principio hacía sola esta marcha y según el número de pasos
tantas veces contados por Ella, medía las distancias entre los diversos
lugares en que se había verificado algún especial incidente de la Pasión
del Salvador. En cada uno de los sitios, erigía una piedra o si se
encontraba allí un árbol, hacía en él una señal. El camino conducía a un
bosque donde un montecillo representaba el Calvario, lugar del
sacrificio y una pequeña gruta el Santo Sepulcro. Cuando María hubo
dividido en doce Estaciones el Camino de la Cruz, lo recorrió con su
sirvienta sumida en contemplación. Separaba en cada lugar que recordaba
un episodio de la Pasión, meditaba sobre él, daba gracias al Señor por
su amor y la Virgen derramaba lágrimas de compasión.
Después
de tres años de residencia en Éfeso, María tuvo gran deseo de volver a
Jerusalén; la acompañaron Juan y Pedro y creo que muchos apóstoles se
hallaban allí reunidos. A la llegada de María y de los apóstoles en
Jerusalén, los vi que antes de entrar en la ciudad, visitaron el Huerto
de los Olivos, el Monte Calvario, el Santo Sepulcro y todos los Santos
Lugares en torno a Jerusalén. La madre de Dios se hallaba tan
enternecida y llena de compasión, que apenas podía ponerse de pié, Juan y
Pedro la conducían sosteniéndola de los brazos. Pasado algún tiempo,
María regresó a su morada de Éfeso en compañía de San Juan.
A
pesar de su avanzada edad, la Santa Virgen no manifestaba otras señales
de vejez que la expresión del ardiente deseo que la consumía y la
impulsaba en cierto modo a su transfiguración. Tenía una gravedad
inefable, jamás la vi reírse, únicamente sonreírse con cierto aire
arrebatador. Mientras más avanzada en años, su rostro se ponía más
blanco y diáfano. Estaba flaca pero sin arrugas, ni otro signo de
decrepitud, había llegado a ser un puro Espíritu.
Por
último llegó para la Madre de Jesús, la hora de abandonar este mundo y
unirse a su Divino Hijo. En su alcoba encortinada de blanco, la vi
tendida sobre una cama baja y estrecha; su cabeza reposaba sobre un
cojín redondo. Se hallaba pálida y devorada por un deseo vehemente. Un
largo lienzo cubría su cabeza y todo su cuerpo, y encima había un
cobertor de lana obscura.
Pasado
algún tiempo, vi también mucha tristeza e inquietud en casa de la Santa
Virgen. La sirvienta estaba en extremo afligida, se arrodillaba con
frecuencia en diversos lugares de la casa y oraba con los brazos
extendidos y sus ojos inundados de lágrimas. La Santa Virgen reposaba
tranquila en su camastro, parecía ya llegado el momento de su muerte.
Estaba envuelta en un vestido de noche y su velo se hallaba recogido en
cuadro sobre su frente, solo lo bajaba sobre su rostro cuando hablaba
con los hombres. Nada le vi tomar en los últimos días, sino de tiempo en
tiempo una cucharada de un jugo que la sirvienta exprimía de ciertas
frutas amarillas dispuestas en racimos.
Cuando
la Virgen conoció que se acercaba la hora, quiso conforme a la Voluntad
de Dios, bendecir a los que se hallaban presentes y despedirse. Su
dormitorio estaba descubierto y Ella se sentó en la cama, su rostro se
mostraba blanco, resplandeciente y como enteramente iluminado. Todos los
amigos asistentes se hallaban en la parte anterior de la sala. Primero
entraron los Apóstoles, se aproximaron uno en pos del otro al dormitorio
de María y se arrodillaron junto a su cama. Ella bendijo a cada uno de
ellos, cruzando las manos sobre sus cabezas y tocándoles ligeramente las
frentes. A todos habló e hizo cuanto Jesús le hubo ordenado. Ella habló
a Juan de las disposiciones que debería de tomar para su sepultura, y
le encargó que diese sus vestidos a su sirvienta y a otra mujer pobre
que solía venir a servirla. Tras de los Apóstoles, se acercaron los
discípulos al lecho de María y recibieron de ésta su bendición, lo mismo
hicieron las mujeres. Vi que una de ellas se inclinó sobre María y que
la Virgen la abrazó.
Los
Apóstoles habían formado un altar en el Oratorio que estaba cerca del
lecho de Santa Virgen. La sirvienta había traído una mesa cubierta de
blanco y de rojo, sobre la cual brillaban lámparas y cirios encendidos.
María, pálida y silenciosa, miraba fijamente el cielo, a nadie hablaba y
parecía arrobada en éxtasis. Estaba iluminada por el deseo, yo también
me sentí impelida de aquel anhelo que la sacaba de sí. ¡Ah! Mi corazón
quería volar a Dios juntamente con el de Ella. Pedro se acercó a Ella y
le administró la Extremaunción, poco más o menos como se hace en el
presente, enseguida le presentó el Santísimo Sacramento. La Madre de
Dios se enderezó para recibirlo y después cayó sobre su almohada. Los
Apóstoles oraron por algún tiempo, María se volvió a enderezar y recibió
la sangre del Cáliz que le presentó Juan. En el momento en que la
Virgen recibió la Sagrada Eucaristía, vi que una luz resplandeciente
entraba en Ella y que la sumergía en éxtasis profundo. El rostro de
María estaba fresco y risueño como en su edad florida. Sus ojos llenos
de alegría miraban al Cielo.
Entonces
vi un cuadro conmovedor; el techo de la alcoba de María había
desaparecido y a través del cielo abierto, vi la Jerusalén Celestial. De
allí bajaban dos nubes brillantes en la que se veían innumerables
ángeles, entre los cuales llegaban hasta la Sma. Virgen una vía
luminosa. La Santa Virgen extendió los brazos hacia ella con un deseo
inmenso, y su cuerpo elevado en el aire, se mecía sobre la cama de
manera que se divisaba espacio entre el cuerpo y el lecho. Desde María
vi algo como una montaña esplendorosa elevarse hasta la Jerusalén
Celestial; creo que era su Alma porque vi más claro entonces una figura
brillante infinitamente pura que salía de su cuerpo y se elevaba por la
Vía Luminosa que iba hasta el Cielo. Los dos coros de ángeles que
estaban en las nubes, se reunieron más abajo de su Alma y la separaron
de su cuerpo, el cual en el momento de la separación, cayó sobre la cama
con los brazos cruzados sobre el pecho.
Mis
abiertos ojos que seguían el Alma purísima e inmaculada de María, la
vieron entrar en la Jerusalén Celestial y llegar al Trono de la
Santísima Trinidad. Vi un gran número de almas entre las cuales reconocí
a los Santos Joaquín y Ana, José, Isabel, Zacarías y Juan Bautista
venir al encuentro de María con un júbilo respetuoso. Ella tomó su vuelo
a través de ellos hasta el Trono de Dios y de su Hijo, quien haciendo
brillar sobre todo lo demás la Luz que salía de sus llagas, la recibió
con un Amor todo Divino, la presentó como un cetro y le mostró la Tierra
bajo sus pies como si confiriese sobre Ella algún Poder Celestial. Así
la vi entrar en la Gloria y olvidé todo lo que pasaba en torno de María
sobre la Tierra.
Después
de ésta visión, cuando miré otra vez a la Tierra, vi resplandeciente el
cuerpo de la Sma. Virgen. Reposaba sobre el lecho, con el rostro
luminoso, los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre su pecho. Los
Apóstoles, discípulos y santas mujeres, estaban arrodillados y oraban en
derredor del cuerpo. Después vi que las santas mujeres extendieron un
lienzo sobre el Santo Cuerpo y los Apóstoles con los discípulos se
retiraron en la parte anterior de la casa. Las mujeres se cubrieron con
sus vestidos y sus velos, se sentaron en el suelo y ya arrodilladas o
sentadas, cantaban fúnebres lamentaciones. Los Apóstoles y los
discípulos se taparon la cabeza con la banda de tela que llevaban
alrededor del cuello y celebraron un oficio funerario; dos de ellos
oraban siempre alternativamente a la cabeza y a los pies del Santo
Cuerpo. Luego las mujeres quitaron de la cama el Santo Cuerpo con todos
sus vestidos y lo pusieron en una larga canasta llena de gruesas
coberturas y de esteras, de suerte que estaba como levantado sobre la
canasta. Entonces dos de ellas pusieron un gran paño extendido sobre el
cuerpo y otras dos la desnudaron bajo el lienzo, dejándole solo su larga
túnica de lana. Cortaron también los bellos bucles de los cabellos de
la Santa Virgen y los conservaron como recuerdo. Enseguida el santo
Cuerpo fue revestido de un nuevo ropaje abierto y después por medio de
lienzos puestos debajo, fue depositado respetuosamente sobre una mesa y
sobre la cual se habían colocado ya los paños mortuorios y las bandas
que se debían de usar. Envolvieron entonces el Santo Cuerpo con los
lienzos desde los tobillos hasta el pecho y lo apretaron fuertemente con
las fajas. La cabeza, las manos y los pies, no fueron envueltos de esa
manera; enseguida depositaron el Cuerpo Santo en el ataúd y lo colocaron
sobre el pecho una Corona de flores blancas, encarnadas y celestes como
emblema de su Virginidad.
Entonces
los Apóstoles, los discípulos y todos los asistentes, entraron para ver
otra vez antes de ser cubierto el Santo Rostro que les era tan amado.
Se arrodillaron y lloraron alrededor del Santo Cuerpo, todos tocaron las
manos atadas de Nuestra Madre María como para despedirse y se
retiraron. Las mujeres le dieron también los últimos adioses, le
cubrieron el rostro, pusieron la tapa en el ataúd y le clavaron fajas de
tela gris en el centro y en las extremidades. Enseguida colocaron el
ataúd en unas andas, Pedro y Juan lo condujeron en hombros fuera de la
casa. Creo que se relevaban sucesivamente, porque más tarde vi que el
féretro era llevado por seis Apóstoles. Llegados a la sepultura,
pusieron el Santo Cuerpo en tierra y cuatro de ellos, lo llevaron a la
caverna y lo depositaron en la excavación que debía de servirle de lecho
sepulcral. Todos los asistentes entraron allí uno por uno, esparcieron
aromas y flores en contorno, se arrodillaron orando y vertiendo lágrimas
y luego se retiraron.
Por
la noche muchos Apóstoles y santas mujeres, oraban y cantaban cánticos
en el jardincito delante de la tumba. Entonces me fue mostrado un cuadro
maravillosamente conmovedor: Vi que una muy ancha vía luminosa bajaba
del cielo hacia el sepulcro y que allí se movía un resplandor formado de
tres esferas llenas de ángeles y de almas bienaventuradas que rodeaban a
Nuestro Señor y el Alma resplandeciente de María. La figura de
Jesucristo con sus rayos que salían de sus cicatrices, ondeaban delante
de la Virgen. En torno del Alma de María, vi en la esfera interior,
pequeñas figuras de niños, en la segunda, había niños como de seis años y
en la tercera exterior, adolescentes o jóvenes; no vi distintamente más
que sus rostros; todo lo demás se me presentó como figuras luminosas
resplandecientes.
Cuando
ésta visión que se me hacía cada vez más y más distinta hubo llegado a
la tumba, vi una vía luminosa que se extendía desde allí hasta la
Jerusalén Celestial. Entonces el Alma de la Santísima Virgen que seguía a
Jesús, descendió a la tumba a través de la roca y luego uniéndose a su
Cuerpo que se había transfigurado, clara y brillante se elevó María
acompañado de su Divino Hijo y el coro de los Espíritus Bienaventurados
hacia la Celestial Jerusalén. Toda esa Luz se perdió allí, ya no vi
sobre la Tierra más que la bóveda silenciosa del estrellado Cielo Como
Santo Tomás no llegó a tiempo a despedirse de la Madre y tampoco pudo
asistir al Santo Entierro; él tenía en su mente y corazón, llegar a
tiempo. Pero al enterarse del desenlace por medio de los demás
Apóstoles, él se puso triste y lloroso y se lamentaba no haber llegado a
tiempo. El, interiormente tenía el deseo vehemente de verla por última
vez y así se los hizo saber a los demás. Ya habían pasado varios días de
lo del entierro; todos querían volver al Sepulcro y acceder a la
petición de Tomás. Tomaron una resolución y al día siguiente muy de
mañana, emprendieron el camino al Sepulcro de Nuestra Santa Madre.
Estando enfrente del Sepulcro, quitaron la piedra-sello de la entrada y
¡Oh! Maravilla de Maravillas, de la bóveda salía un suave aroma de
perfume de Rosas frescas; todos al sentir ese perfume, se sintieron
conmovidos y perplejos; se miraron unos a otros preguntándose en
silencio, con la mirada y con señas en las manos: “¿Entramos?” y aún
mirándose entre ellos, todos asintieron con la cabeza y traspasando la
bóveda, entraron al Santo Sepulcro hacia el sitio donde depositaron el
ataúd que contenía el Cuerpo Santísimo de la Virgen María y más enorme
fue la emoción y sorpresa entre ellos al ver que en el sitio solo habían
Rosas frescas, fragantes y olorosas y significaban que el Señor había
venido a buscar a su Santísima Madre para llevarla a su Gloria Celestial
y Su Cuerpo no sufra la corrupción.
Oh María!!! Divina niña, divina hija, Madre de Dios, esposa del Espíritu Santo, te solicito por todos los dolores que sufriste en tu vida que no nos abandones. Ten piedad de nuestros dolores y pesare y aumenta nuestra Fe para poder encontrarnos con Jesús en la hora de nuestra muerte Amén.
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