JESÚS Y LA SAMARITANA
El tercer domingo de cuaresma nos
regala una de las joyas del evangelio: el texto del encuentro de Jesús con la
samaritana alrededor del pozo de Jacob.
Juan es un maestro escribiendo:
el relato está tejido admirablemente entre el nivel literal y el simbólico. La
mujer es también el pueblo de Samaria, la sed física es también la sed de
plenitud y al agua no solo es agua sino la Vida plena que Dios nos ofrece.
La sed expresa muy bien el anhelo
de infinito del corazón humano. La samaritana como todo ser humano desea la
vida plena, la paz definitiva, el amor absoluto.
El primer paso es tomar contacto
con ese deseo. No es fácil como puede aparentar. Nuestra amiga samaritana
justamente no entiende donde el Maestro la quiere llevar: “Señor, le
dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde
sacas esa agua viva?” (Jn
4, 11). El deseo de infinito que nace con cada uno de nosotros es
distorsionado, desconocido y mal interpretado por nuestro ego. Entonces se
disfraza y se trasforman en “los deseos”: placer, materialismo, éxito. Ahí se
aferra y nos atrapa la maldición consumista. Se aferra a la ilusión que
colmando los deseos se apagará nuestra sed. Terrible ilusión que tenemos
delante de los ojos cada día: colmado un deseo vuelve la sensación de vacío…y
surge otro deseo y otro y otro…Caemos en un circulo vicioso y nunca encontramos
paz.
Todos los deseos en realidad
esconden el único verdadero deseo: vida plena, amor eterno. En este sentido
juegan un rol importante, pero hay que estar atentos.
Reconocer esta dinámica es
fundamental. Reconocer mi sed de eternidad y vida plena me lleva a caminar y
buscar, aunque sea en la oscuridad, como recuerda San Juan de la Cruz: “de noche iremos, de noche que para encontrar
la fuente, solo la sed nos alumbra”.
Según los místicos nuestra sed de infinito es la prueba más
incontestable de la existencia de la fuente.
Atendiendo a la sed se llega a la fuente: se puede dar por cierto.
El agua viva que Jesús ofrece a
la samaritana y a cada uno es el descubrimiento de nuestra autentica identidad.
“Si conocieras el don de Dios…”: el
agua viva es lo que somos, nuestra identidad eterna, nuestra unidad con la
divinidad. Jesús revela el hombre al hombre. Nos descubre a nosotros mismos.
¡Esto es ser Maestro!
“Si conocieras el don de Dios…”, “Pero la hora se acerca, y ya ha llegado,
en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad,
porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que
lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad”. (Jn 4, 23-24).
La iglesia
tuvo y tiene miedo de estas palabras que el evangelio de Juan nos regala. La
sombra gris del gnosticismo (salvarse a través del conocimiento) no deja de
preocupar. Es la angustia de creer que el camino del conocimiento reemplace la necesidad del Salvador Jesucristo. Este
miedo absurdo esconde la ilusión de la separación: Dios por una lado, humanidad
por otro y mundo por otro. Hasta que vivamos en la creencia de la separación no
podremos escapar de este miedo y buscaremos una salvación que venga solo del exterior. La realidad es una:
conocimiento y Salvador coinciden, no hay oposición. Son distintas dimensiones
de lo real. Conocer y conocerse coincidirá con descubrir que solo hay
salvación, aquí y ahora.
Desde ahí
podremos comprender que templos, iglesias y religiones son aspectos relativos e
históricos de la manifestación de esta misma realidad: lo Absoluto – el
Espíritu – trasciende todo eso. Asume, se expresa y trasciende.
Jesús conduce de la mano a la
samaritana y a cada uno a palpar el agua viva: ¡Qué Maestro Jesús! Puede hacer
todo eso porque se descubrió a si mismo. Descubrió el don que es, su identidad
con el Padre: “El padre y yo somos uno”,
“Yo soy”. Esta es la identidad de
Jesús, está es la nuestra: Agua viva. Agua viva que justamente brota desde
adentro, como fuente perenne: “El que beba de esta agua tendrá nuevamente
sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El
agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida
eterna”. (Jn 4, 13-14)
Lo mismo que
Juan nos contará en el capitulo 7: “El
último día, el más solemne de la fiesta, Jesús, poniéndose de pie, exclamó: «El
que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí». Como dice la Escritura:
De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que
debían recibir los que creyeran en él.” (Jn 7, 37-39).
Entonces
sorpresivamente y admirablemente sed
y fuente coinciden, como coinciden camino y meta.
La búsqueda
se concluye en el descubrimiento del don. Es lo que dicen todos los caminos
místicos de todas las tradiciones de la humanidad y todas las religiones: en el
fondo no hay nada que buscar, porque todo está ya plenamente dado y plenamente
presente. Aquí y ahora la plenitud se manifiesta. La búsqueda – la sed – es simple y terriblemente una
experiencia psicológica e histórica necesaria para este descubrimiento. Pero,
en realidad, no hay nada que buscar.
Como dice
Rumi: “Lo que buscas, te está buscando”.
Detente, déjate encontrar.
Porque no
hay nada afuera de Dios, nada que no sea manifestación del Amor.
La fuente
está ahí: eres tu. Tu sed te quiere llevar a este sencillo y asombroso
descubrimiento.
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