EN EL DÍA DEL PADRE DE JUNIO DE 2019
HOMENAJE A MI PAPÁ AVELINO LORENCES Q.P.D.
"ARGENTINA TIERRA PROMISORIA" por Elsa
Lorences de Llaneza
Estaba acodado en la barandilla del barco, en un lugar que se encontraba
solitario. Lejos del mundanal ruido de las gaitas, las castañuelas, los
pasodobles y las risas de los emigrantes que, como él, esperaban el arribo a
otro mundo, a otra vida. Las olas que levantaba la nave le hacían pensar
en la espuma que hacía su madre cuando lavaba a mano la ropa, arrodillada en
aquel riacho situado a metros de su
casa. Cerró los ojos y la vio caminando hacia el con el tacho de ropa
limpia sobre su cabeza haciendo equilibrio para que no se le cayera. Siempre
admiró su fortaleza.
Sin abrir sus ojos vio su casa, como si la tuviera enfrente, metida
entre las montañas de su Asturias natal. El paisaje era hermoso ahora
que lo miraba de lejos, pero había sido difícil llevar a pastar las vacas y los
bueyes por esas angostas subidas y bajadas de los caminos.
Volvió a pensar en Rosa, su mamá cuando falleció de fiebre
española dejando a tres niños pequeños. ¡Cuánto la había llorado! Pero la vida continuó y Paco,
su papá, se volvió a casar con otra mujer que le había dado 3 hijos más. María
era buena con ellos y los quería como a sus propios hijos, pero un día él
sintió ganas de otros aires y decidió irse.
Se sentía
triste, pero con una tristeza esperanzadora. Hablaban tanto en el pueblo de Argentina
como tierra de promisión, que ya se veía un potentado. Lo primero que haría
sería comprarse una casa y un coche y luego traer a sus hermanos a los que
también les compraría la casa. El coche que se los compraran ellos con los
buenos sueldos que ganarían. Lo importante es que salieran de esos trabajos
rudos de montaña que no eran para pequeños. Además él quería crecer,
estudiar, Sentía en su alma un hálito de poeta que en su casa no podía
desarrollar. Apenas había podido terminar el primario. Pero a pesar de
todos sus sueños y esperanzas, el despegue era duro. Ya no se veían las costas
de España.
Solo agua
en el horizonte y su corazón achicado de angustia. ¿Habré hecho bien? -
se preguntaba entre las lágrimas que habían empezado a correr por su cara.
Sin
embargo un pensamiento le hizo cambiar de expresión. Se secó las lágrimas con
las mangas de la camisa y comenzó a recordar a esa chica que iba en el barco.
Era de su misma edad y lo había flechado. Si bien ella coqueteaba y se reía,
cuando el se le acercaba, veía en sus ojos una chispita que le decía que no le
era indiferente. Amor de muchacho solo, se decía. Quién sabe que pasaría cuando
llegaran a Buenos Aires.
Estaba en
estas elucubraciones, cuando apareció José, su compañero de travesía que
venía corriendo y gritando: “Avelino, Avelino, ven, ya se divisan las costas
de Buenos Aires”- Corrió con él. Argentina, tan soñada, la que le iba a dar
todo y más. Se fue a la habitación que le
habían designado en tercera clase y tomó el traje más nuevo que llevaba. Volvió
a donde estaba el grupo y revoleándolo lo tiró al Río de la Plata. Era
el tributo a esa nueva tierra que lo albergaría a partir de ahora. Cuando
pisó tierra e hizo los trámites de aduana, se dio cuenta que en el revuelo
había perdido de vista a esa chiquilla que lo había enamorado toda la travesía.
Pasaron
dos años de luchas y de trabajo que, si bien no eran tan rudos como los que
hacía en España, también le demandaban muchísimos esfuerzos. Hacía
changas cuando se presentaban, comía cuando podía y dormía en una pensión de
mala muerte. Había que vivir y no era fácil. ¡Cuantas veces se acordó del traje
que tiró al río! ¡Qué estupidez había cometido! No sabía si en algún
momento iba a tener el dinero para comprarse otro.
Cierto
día, cuando ya su vida se había convertido en padecimiento, se encontró
en casa
de unos “paisanos” con la niña del barco, y fue mirarse nuevamente a los
ojos y allí supieron que nunca más en la vida se desligarían. Hasta que la
muerte los separe, juraron Avelino y María del Rosario en la Iglesia
de San Pablo de Capital a los 22 años.
Rosario tampoco lo había pasado bien. De
princesa de su casa, aunque tenía que cuidar las ovejas, pasó a chica para todo
servicio, como se las llamaba despectivamente a las inmigrantes. Tuvo que
cambiar repetidas veces de casas porque los patrones se querían abusar de ella.
¡Cuánto había llorado! ¡Cuántas veces pensando en regresar pero no podía juntar
el dinero para el pasaje! Ahora eran dos para luchar y se sentía más
protegida. Fueron tiempos difíciles. En lugar de la casa soñada por Avelino,
tuvieron que ir a vivir a un conventillo. Casa larga como chorizo (le decían)
con muchas piezas y en cada una se acomodaba como podía una familia, que podían
ser dos, tres o cuatro personas, un solo baño y una sola cocina. Cola para el
baño, horario para cocinar. Era denigrante vivir así. Avelino sufría
porque quería bajarle el cielo a Rosario, pero solo podía ofrecerle esa
mísera vida.
Trabajaban
duro los dos. Avelino había podido colocarse como camionero de un
frigorífico y ella en una fábrica de medias. Por lo menos tenían un sueldo a
fin de mes y se estaban estabilizando poco a poco.
Sin
embargo algo ansiaban con toda el alma, más Avelino que, todos los
meses, veía derrumbarse sus esperanzas. Durante diez años esperaron en vano.
Sus sueños ya se habían casi disecado cuando recibieron la noticia. ¡Iban a
tener un hijo!
Él no
podía con su alegría. Se lo contaba a todo el mundo. Lo sabían todos los
comerciantes del barrio. También sabían que la ilusión más grande era que Dios
les enviara una nena. ¿Qué hubiera sido de Avelino si hubiera nacido un
varón? Nunca se supo porque el Señor escuchó sus ruegos y les envió una niña.
Ahora tenía que trabajar más que nunca, porque Rosario se tenía que ocupar de
la pequeña y había que cambiar de casa, porque no podían tener a su princesita
viviendo en esas condiciones infrahumanas.
Y así
fue. En el trabajo lo ascendieron, el sueldo aumentó y al fin pudieron alquilar
un departamento donde estaban solos. Se hicieron socios del Centro Gallego para
cuidar su salud y del Centro Asturiano donde, todos los domingos, se
encontraban con sus queridos paisanos e intercambiaban vivencias mientras
rememoraban su tierra natal y bailaban algún que otro pasodoble.
Los años
fueron pasando como golondrinas que emigran pero que nunca regresarán. Avelino
pudo cumplir su sueño de traer a sus hermanos, menos uno que quiso quedarse
con sus padres.
Elsa crecía y ya iba a la escuela
primaria, mientras su papá le hablaba de Asturias, de sus romerías, de
la Virgen de Covadonga y de sus paisajes. A los siete años la anotaron
en bailes españoles y recitado.
Al mismo
tiempo, Avelino, comenzó a sentir nuevamente en su interior la llamita
del arte, más precisamente de la poesía. Un Don muy hermoso le había regalado
Dios, pero él, en su humildad, no sabía reconocerlo. Quería escribir.
Transportar al papel lo que sentía en su alma, pero no tenía estudios
suficientes. ¿Cómo hacer?.
Un día
apareció en su casa con un diccionario. Se lo había comprado para ayudarse con
la ortografía. Lo demás era obra de Dios.
Y las
palabras nacían a borbotones, sin pensar y esas palabras iban formando versos
con rimas. Y así fue dedicando poemas a todos los pueblos y a las cosas más
queridas de su Asturias natal. A su vez, su hija, ya recitadora, los iba
representando en el Centro Asturiano.
Un día Avelino,
que había progresado en su trabajo medianamente y tenía un negocio en la
localidad de Martínez, se dio cuenta que estaba para más, y como el
viaje de ida y vuelta era largo, se dispuso a escribir una obra de teatro.
En su
casa todos sus familiares se quedaron con la boca abierta. ¿Casi un ignorante y
con pretensiones de escritor!, decían algunos. Si, era demasiado ambicioso,
pero el Don de Dios estaba con él. Todos los días, en su viaje en tren y
luego en colectivo, ayudándose con el mataburros, como llamaba a su
diccionario, fue dando forma a una obra típicamente asturiana. Los personajes
un poco inventados y un poco vividos y el resto una comedia de enredos
pueblerinos. Cuando la terminó, la presentó a las autoridades de Cultura
del Centro Asturiano y siendo aprobada, comenzaron los ensayos para
representarla. En Septiembre, día de la Virgen de Covadonga. Su hija, la
protagonista, dado que en esa época estudiaba teatro, compartió con su padre
las mieles de su triunfo.
El salón
lleno de gente. Familiares, amigos y paisanos que querían saber que había
salido de la pluma de ese hombre inmigrante, campesino y sin estudios. Al final
de la obra, todo el mundo se paró y lo ovacionó y las lágrimas corrían por las
mejillas curtidas de Avelino.
Dos años
después se repitió lo mismo con otra obra, con distinta temática. En el
escenario las gaitas, las panderetas, los vestidos típicos, las madreñas y las
canciones asturianas, humedecían los ojos del público que, otra vez respondió
masivamente a la convocatoria.
Ese
puñado de hombres y mujeres, todos ellos inmigrantes, que recordaban con alegría
y nostalgias sus años mozos en esa tierra asturiana que nunca jamás sería
olvidada.
Pasó poco
tiempo cuando Avelino recibió otra gran alegría. Su hija se casaba con
otro asturiano, de Mieres. ¿Puede un asturiano sentir más placer que ver
a su hija casada con otro asturianín?. Eso al menos reflejaba la cara de
Avelino cuando veía a Elsa y a Manuel juntos. Sin casa,
sin auto, pero su mejor obra y su mayor tesoro estaba allí, vestida de blanco
dando el sí para toda la vida, como había hecho él con Rosario hacía
muchos años atrás.
Lamentablemente
una triste noticia vino a empañar todas estas alegrías. Paco, su padre
se estaba muriendo y quería verlo. Y allí fue. Regresar a Asturias,
después de tantos años, para ver morir a su padre, fue movilizador. Demasiado
movilizador y Avelino regresó a la Argentina, pero ya nunca
volvió a ser el de antes. Dejó de escribir, se jubiló y se dio cuenta que esta
tierra a la que el creía tan promisoria, para él no lo había sido. No le había
dado nada material. Ni casa, ni coche, ni había podido conservar su negocio
porque una ley había declarado zona residencial donde se hallaba situado y
había perdido todo.
Todo esto
lo cambió por una jubilación de miseria después de tantos años trabajados.
Cuando su
hija y su yerno tuvieron que aportar para ayudarlos a vivir, Avelino se
enfermó. Lo único que lo consolaban eran sus nietos Javier y Nancy a
los que quería con locura y alegraron sus últimos años de vida.
Su
enfermedad se fue agravando. Un Parkinson y luego una demencia senil, lo fueron
dejando sin recuerdos. Su España y el terruño que tanto amó, se fueron
desdibujando de su memoria y ya no recordaba las gaitas, ni las madreñas, ni
conocía a su propia hija. Su esposa lo cuidaba día y noche y cumplió el
juramento de: “Para toda la vida”.
Un mes
entero estuvo Avelino en coma, en una pieza de hospital acompañado todo
el día por su hija que varias veces lo vio sonreír levantando la cabeza, sin
abrir sus ojos, hacia la esquina de la habitación.
¿Qué
estaría viendo? Se preguntaba Elsa con infinito dolor. ¿A sus padres que
lo venían a buscar? ¿A su casa y los campos verdes de su Asturias natal?
¿A aquella moza que lo cautivara en la travesía del barco? ¿Se sonreiría de su
traje en el agua, o estaría viendo a su gente querida aplaudiendo sus obras de
pie en el inmenso salón de Centro Asturiano?
De
cualquier manera, papá querido, vieras lo que vieras, te fuiste rodeado del
amor de tus parientes, amigos y paisanos, que vieron en vos el ejemplo de un
hombre probo, que si bien no llegó a lograr sus sueños de grandeza, dejó en
esta tierra de promisión, lo mejor que un hombre puede legar: tu familia, en la
cual seguirás viviendo y tu propia vida de trabajo fecundo y decente.
Elsa Lorences de Llaneza
elsalorences@yhoo.com.ar
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