Queridos amigos: Recibimos para el Blog un libro llamado "CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO" cuyo autor es mi amigo poeta Néstor F. Barbarito y el cual iremos colocando por capítulos. Vamos a leer sus palabras de presentación:
Queridos amigos: los relatos que les envío a continuación, forman parte del proyecto de un libro de relatos y reflexiones que,
si bien está terminado, por una cuestión de peso(s), no
puedo publicar. En ellos narro algunos episodios que viví en mis años
de
‘ministro del alivio’ en el hospital de rehabilitación
Manuel Rocca, de Buenos Aires. Son, entre muchos, los casos que mayor
huella
dejaron en mi corazón y en mi memoria. Sin embargo,
después de varios años de verlos ahí, inútiles en la computadora;
infecundos,
porque nadie los lee allí, excepto yo, se me ocurrió que podría mandarlos a mis amigos, donde el ejemplo de aquellos hermanos
que tanto me emocionaron y me acercaron a Dios en su momento, quizás puedan aportarles algún ‘empujoncito’ hacia Su amor.
Pido a la Madre de Dios y Madre nuestra, que nos ayude a abrir el corazón al ejemplo de nuestros hermanos enfermos.
Cariños. Nestor Barbarito.
"CONSUELEN CONSUELEN A MI PUEBLO"
1 - UNA ‘SUGERENCIA’
Como
afirmación –sino prueba- de que el Espíritu de Dios no tiene apuros; “se toma
su tiempo”, y puede obrar en el alma con absoluta discreción y calma, te quiero
contar aquí brevemente la historia de mi llegada al ‘ministerio del alivio’,
que es el nombre que le dieron al acompañamiento de los enfermos en los
hospitales y geriátricos por parte de agentes pastorales laicos.
Un
buen día, pasando con un colectivo frente al Hospital de Rehabilitación Manuel
Rocca, de Buenos Aires, recordé que allí ejercía su ministerio como capellán el
padre Luis, antiguo conocido mío y también de mi esposa. Ese día comenzó a
rondar por mi mente, muy calladamente –casi podría decir que ‘solapadamente´-
la idea de charlar con él, y preguntarle si podría yo colaborar en algo en su
labor allí. Hasta ahora, yo había pasado varios años como ministro de la
comunión en algunos geriátricos o a enfermos en su domicilio, (en simultaneo
con la catequesis parroquial de adultos), pero sabía que eso era apenas una
aproximación a lo que significaría la tarea con los pacientes de un hospital.
Varias
semanas más tarde, por fin “encontré el tiempo” para ir a verlo.
Como el capellán estaba ocupado entonces,
apenas tuve tiempo de ponerlo al tanto de mi inquietud. Su breve respuesta fue:
-¡Excelente! ¿Por qué no te venís a casa una noche, tomamos un café y lo
charlamos? Llamame y combinamos.
Diferí aquella llamada exactamente el tiempo que abarca la gestación de
una criatura humana. Demoré nueve meses en marcar el número telefónico del
padre Luis. Aquel período lo tengo bien en claro, porque mientras tanto, la
idea de acompañar a los enfermos en sus dolores y penas, salió y entró de mi mente
muchas veces, y siempre llevaba consigo un enorme temor.
Cuando al fin me hallé ante aquel pocillo de
café en la casa del sacerdote, caí en la cuenta de que me estaba metiendo
“solito” en la boca del lobo. Encomillo aquí la palabra solito, porque luego tuve sobrados motivos para sospechar que no
era yo quien me estaba metiendo en aquel “baile”, sino que Alguien más estaba
detrás de aquella decisión.
Cuando iba camino a casa aquella noche, mi
corazón oscilaba entre la alegría de la decisión tomada y el temor por lo que
ya suponía que iba a ser una etapa dura en mi vida, y dudaba acerca de cuánto
tiempo podría soportar la presión que aquello suponía, porque, a juzgar por los
detalles que mi amigo sacerdote me acababa de dar a conocer, acompañar a
aquellos enfermos era bien distinto de lo que yo había hecho hasta ahora.
Esa noche me revolví en la cama durante un par de horas, y pedí a Dios
con el corazón en la mano que me diera su fuerza para la tarea que ya imaginaba
agobiante y difícil. Después de mucho resistirme y vacilar, aquel fin de semana
me enfrentaría con los verdaderos pobres: los que no tienen salud, ni fe, ni
esperanzas siquiera.
Y una tarde que —aunque brillaba en el cielo un sol espléndido—, a mí me
pareció oscura y amenazante; preñada de presagios, comencé a acompañar a los
enfermos del hospital de rehabilitación, no sin “temor y temblor”. Tenía
grandes dudas de que estuviera en condiciones anímicas y espirituales de
afrontar semejante compromiso. Nadie me lo había propuesto ni sugerido. Al menos
nadie que hubiera dejado ver su rostro u oír su voz. Yo pensaba que aquella era
una decisión mía y por eso desconfiaba, porque contaba más con mis propias
fuerzas, que sabía escasas, que con la ayuda del Espíritu de Dios, que era
–luego lo supe— Quien, en verdad, me confiaba aquella misión y me iba a dar la
fortaleza. ¡Cuánto me costó entender que las fuerzas de que dispondría no iban
a ser las mías!
Un par de semanas después del duro comienzo, quise confiar a mi “Diario”,
las primeras impresiones que esa labor iba dejando en mi espíritu. Luego de
mucho cavilar me di cuenta de que era tan fuerte el choque de sentimientos que
aquel contacto me había provocado, que no sabía por dónde empezar, ni me iba a
resultar para nada fácil expresarlo. Al cabo de un rato de darle vueltas al
asunto y escribir unas pocas frases inconexas, decidí posponerlo para una mejor
oportunidad.
Siempre pensé que aquella oportunidad no había llegado nunca, pero al
releer aquel cuaderno tiempo atrás, un par de páginas más adelante de aquellas
pocas frases, iba a encontrar, no sin algo de sorpresa, un breve relato de
ficción que había olvidado por completo, que me hizo entender que, al fin, el
Espíritu me había sugerido el modo de retratar fielmente, aunque por el camino
de la metáfora, lo que pasaba por mi alma en aquellos días. Lo transcribo
porque no deja de ser una mirada de esa etapa de mi vida, y tal vez te sirva
para entender mejor los encontrados sentimientos que por entonces me
embargaban. Sentimientos que seguramente son compartidos por muchos de los
llamados por Dios para ministerios semejantes: «Consuelen, Consuelen a mi
pueblo, dice vuestro Dios» (Is.40,
1)
El relato, que entonces titulé ‘LOS OJOS DEL POBRE’, decía así:
«Perezosamente,
la tenue claridad que entraba por los cristales iba despertando a la vida, uno
a uno, a los pocos muebles de mi cuarto.
Quise salir al encuentro de la
aurora que asomaba, porque sabía que con ella llegarías, pero afuera estaba el
frío y también los otros, los más pobres: los enfermos, los sin techo, los
desconsolados y desesperados. Ellos te necesitaban, y aun los que no creían que
vendrías, sin embargo, en algún rinconcito de su corazón guardaban una migaja
de esperanza.
El miedo me paralizaba. Si
pasaba entre ellos quizás hasta me confundieran con Vos, Señor, y me
envolvieran en sus necesidades, en su indigencia y su dolor. Tendría que
prestarles oído y darles de mi tiempo, y a lo peor, tal vez hasta me pidieran
afecto. Y yo estaba tan a gusto en mi refugio abrigado, en mi lecho tibio, y
seguro, además, de contar con tu amor y tu predilección… De todos modos -pensé-
cuando llegaras me visitarías. Luego tendrías tiempo para ocuparte de los
otros. Pobres habrá siempre. Vos mismo lo habías dicho…
Te esperé inútilmente, primero
con impaciencia, luego con desencanto. Por fin, cuando el sol ya estaba alto,
molesto y contrariado, venciendo mis temores, resolví correr el riesgo de salir
a buscarte.
Me pareció que afuera se
respiraba un aire pesado y ominoso. Quería huir de las manos que se tendían
hacia mí, suplicantes, pero para poder alejarme de allí, tuve que pasar por
entre los que clamaban por ayuda, y los otros, los que esperaban con un ruego
expresado en su silencio y su mirada.
Muy a mi pesar, pasé junto a
uno de aquellos hombres quebrantados. Me susurró algo con los labios apenas
entreabiertos. En un acto reflejo, absolutamente involuntario, me incliné para
oírlo mejor, lo miré a los ojos… y supe con dolor que te había encontrado».
Hasta aquí mi “Diario”.
Después de haber presenciado y compartido múltiples y penosas
situaciones durante muchos años en aquel hospital, me sorprende haber retratado
en un relato de ficción, tan temprana y fielmente lo que luego sucedería ante
mí con harta frecuencia mientras duró mi labor allí. Porque, habiendo aceptado
a regañadientes mi papel en aquellos dramas, sin embargo, no habría de ser yo un
mero espectador. No ocurrirían frente a mí, solamente, sino que me
involucrarían, calando honda y dolorosamente dentro de mi corazón. Y si Cristos
en la Cruz eran ellos, Él me había escogido para Cireneo.
Esto me confirma que, en verdad,
sólo el Espíritu Santo de Dios pudo entonces guiar mi pluma. Y, por supuesto, sólo
Él pudo sostenerme aquellos años en esa tarea.
En el siguiente capítulo voy a relatarte uno de las primeras y más
fuertes experiencias, con que el Espíritu quiso enriquecerme en aquella época
del “ministerio del alivio” en el hospital. Él mismo me inspiró entonces que al
llegar a casa registrara aquella conversación en mi diario, de modo que te la
puedo relatar casi textualmente. Sin embargo, aquello quedó tan vivamente
impreso en mi memoria, que, si no lo hubiera escrito entonces, creo que lo
podría hacer hoy, más de veinte años más tarde, con igual precisión; casi te
diría que palabra por palabra, porque fue una de las experiencias que más me han
marcado en mi labor de discípulo y testigo.
Néstor Barbarito.
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