Algunos extractos del libro del Papa Francisco por Néstor Barbarito.
Entre muchas
ideas valiosas, del documento del Papa Francisco “Alégrense y regocíjense”
(Gaudete et exultate), extraigo algunas para compartir con los hermanos de esta
página.
Quisiera recordar el llamado a la santidad que el Señor
hace a cada uno de nosotros, ese llamado que te dirige también a ti: «Sed
santos, porque yo soy santo» (Lv 11,45; cf. 1 P 1,16). El Concilio Vaticano II
lo destacó con fuerza: «Todos los fieles cristianos, de cualquier condición y
estado, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de
aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre». “Cada uno por su
camino”. Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de
santidad que le parecen inalcanzables. Hay testimonios que son útiles para
estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de copiarlos, porque eso
hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para
nosotros. Lo que interesa es que cada
creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello
tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12, 7-11), y no que se desgaste
intentando imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a
ser testigos, pero «existen muchas formas existenciales de testimonio» (von
Baltasar, “Teología y santidad”). De hecho, cuando el gran místico san Juan de
la Cruz escribía su Cántico Espiritual, prefería evitar reglas fijas para todos
y explicaba que sus versos estaban escritos para que cada uno los aproveche
«según su modo». Porque la vida divina se comunica «a unos en una manera y a
otros en otra». Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo,
para crecer hacia ese proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él
desde toda la eternidad: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de
que salieras del seno materno, te consagré» (Jr 1,5).
Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la
santidad está reservada sólo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia
de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es
así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el
propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se
encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu
entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu
esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo
cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos.
¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a
seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y
renunciando a tus intereses personales.
Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en
un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por
él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del
Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto
del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando sientas la tentación de
enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: «Señor, yo
soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de hacerme un poco
mejor».
A veces la vida presenta desafíos mayores y a través
de ellos el Señor nos invita a nuevas conversiones que permiten que su gracia
se manifieste mejor en nuestra existencia «para que participemos de su
santidad» (Hb 12,10). Otras veces solo se trata de encontrar una forma más
perfecta de vivir lo que ya hacemos: «Hay inspiraciones que tienden solamente a
una extraordinaria perfección de los ejercicios ordinarios de la vida». Cuando
el Cardenal vietnamita Francisco Javier Nguyên van Thuân estaba en la cárcel
(13 años, de los cuales, 9 en aislamiento), renunció a desgastarse esperando su
liberación. Su opción fue «vivir el momento presente colmándolo de amor»; y el
modo como se concretaba esto era: «Aprovecho las ocasiones que se presentan
cada día para realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria» (Cinco
panes y dos peces).
Así, bajo el impulso de la gracia divina, con
muchos gestos vamos construyendo esa figura de santidad que Dios quería, pero
no como seres autosuficientes sino «como buenos administradores de la
multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10). Pero para tratar de amar como Cristo nos
amó, Cristo comparte su propia vida resucitada con nosotros. De esta manera,
nuestras vidas demuestran su poder en acción, incluso en medio de la debilidad
humana».
Para un cristiano no es posible pensar en la
propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque
«esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Cada santo es una misión; es un proyecto
del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia,
un aspecto del Evangelio.
Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo
se entiende desde Él. En el fondo, la santidad es vivir en unión con Él los
misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del
Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con
Él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos
aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su
cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por
amor. La contemplación de estos misterios nos orienta a hacerlos carne en nuestras
opciones y actitudes Porque «todo en la vida de Jesús es signo de su misterio»,
«toda la vida de Cristo es Revelación del Padre», «toda la vida de Cristo es
misterio de Redención», «toda la vida de Cristo es misterio de Recapitulación»,
y «todo lo que Cristo vivió, hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en
nosotros».
El designio del Padre es Cristo, y nosotros en Él.
En último término, es Cristo amando en nosotros, porque «la santidad no es sino
la caridad plenamente vivida». Por lo tanto, «la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros,
por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida
según la suya». Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo toma de
la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo.
Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor
quiere decir a través de un santo, no conviene entretenerse en los detalles,
porque allí también puede haber errores y caídas. No todo lo que dice el hombre
de Dios es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o
perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero
de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta
cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona.
Esto es un fuerte llamado de atención para todos
nosotros. Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una
misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que
él te da. Pregúntale siempre al Espíritu, qué espera Jesús de ti en cada
momento de tu existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir el
lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese
misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy.
Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese
mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu vida. Déjate
transformar, déjate renovar por el Espíritu, para que eso sea posible, y así tu
preciosa misión no se malogrará. El Señor la cumplirá también en medio de tus
errores y malos momentos, con tal de que no abandones el camino del amor y
estés siempre abierto a su acción sobrenatural que purifica e ilumina.
Como no puedes entender a Cristo sin el reino que
él vino a traer, tu propia misión es inseparable de la construcción de ese
reino: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). Tu
identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con
él, ese reino de amor, justicia y paz para todos. Cristo mismo quiere vivirlo
contigo, en todos los esfuerzos o renuncias que implique, y también en las
alegrías y en la fecundidad que te ofrezca. Por lo tanto, no te santificarás sin
entregarte en cuerpo y alma para dar lo mejor de ti en ese empeño.
Muchísimas gracias Néstor, pero pido por favor cosas más cortas para la próxima. Dios te bendiga. Elsa.
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