Dulce niña
Pablo SirvénLA NACION
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MIÉRCOLES 25
DE MAYO DE 2016
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Era nuestra pequeña e íntima fiesta semanal. Sólo nosotros dos. La
pasaba a buscar después del mediodía y, mientras yo almorzaba -ella ya había
comido- le hacía marchar una buena porción de torta de la que daba cuenta en
pocos minutos, casi sin levantar la vista del plato.
No recuerdo que alguna vez se haya sentido desganada en esa deliciosa
faena. Debía apurarme con lo salado si acaso alguna vez, por curiosidad, quería
probar algún bocado. Pocas veces tuve suerte.
El rito se repetía casi calcado de sábado a sábado, aunque los sabores
rotaban de una semana a la otra. Del lemon pie pasaba a la chocotorta y cuando
no era en un tiramisú, hundía la cuchara en un chesse cake. Otras veces probaba
algún suave mousse, un alfajor de dulce de leche o un bizcochuelo esponjoso
humedecido en almíbares frutados. Y cuando hacía más calor hasta se animaba con
un helado o un flan mixto. Ante tales manjares, jamás expresó inapetencia
alguna.
Con decir que una vez llegó a comer dos postres en una misma salida.
También su carita se iluminaba cuando la sorprendía con una Vaquita de regalo.
Su inclinación por lo dulce era incondicional.
Eso sí: los manjares que le presentaran debían ser bien blanditos, para
cortarlos fácil ella misma con la cuchara, cuestión que, acto seguido, se
deshicieran en su boca. Estaba flaquita, a pesar de esa edulcorada voracidad,
pero defendía, a capa y espada, su orgullo de comer sola y sin ayuda.
En esas ocasiones, mi frágil niña se volvía más dulce, por obvias
razones. Su predilección por los postres era tal que cada un par de minutos
debía repasarle con una servilleta su cara, para que las simpáticas huellas de
sus golosas arremetidas no se convirtieran en un verdadero enchastre.
Entremedio de esas degluciones últimamente jugábamos bastante. A veces
yo proponía el comienzo de un refrán -"En casa de herrero?"- para que
ella lo completara -"cuchillo de palo"-, o yo: "No por mucho
madrugar?" y ella enseguida: "Se amanece más temprano".
En otras ocasiones la invitaba a contar en castellano y entonces
arrancaba "uno, dos, tres" y así hasta más de diez, para pasar de
inmediato al inglés, "one, two, three, four", y lo mismo. Eran juegos
para ejercitar la memoria. Por ejemplo, los nombres de mis hermanos, siempre
con una ayudita de mi parte: "Ma?" Y ella: "Manuel"; a
veces se demoraba y yo debía repetir o alargar la primera sílaba: "¿Luuuu?"
Y al fin soltaba: "Lucy". "¿Ra?", "¡Rafa!". O la
ayudaba con dos sílabas: "¿Enri?" y completaba "Enrique".
Al mío, Pablo, nunca le acertaba, por más que la taladrase, como en una
letanía, con la primera sílaba de mi nombre. De tanto repetir, una vez lo
completó a su manera: "Pavo". Nunca supe si fue un error o una sutil
ironía para que no la fastidiara más.
También canturreábamos en voz baja, para no alterar al resto de los
parroquianos, algunas clásicas canciones infantiles, o le lanzaba el comienzo
de cierta oración de la misa, para que ella la siguiera sin mayor dificultad.
Eran ejercicios para soltar la lengua y la cabeza. Pero más importante que eso,
era la forma de comunicarnos que nos había quedado. Ella a veces repetía,
silabeándolas, palabras que yo pronunciaba y que ahora le resonaban raras como
para fijarlas en su memoria etérea. No había caso: al cabo de unos segundos ya
se le habían borrado.
Lo que yo hacía con esa niña me traía reminiscencias de mi propia
infancia casi medio siglo antes cuando mi madre, con cariño y paciencia, me
estimulaba amorosamente a aprender a dibujar y a escribir. Ahora la niña
aprendía de mí.
La última vez que la vi, le extendí un block de hojas blancas, una
birome azul y le di la consigna: "Dibujá un
señor". Y ella trabajosamente se puso a hacerlo. "Ponele
zapatos", le apunté. "Y que tenga un globo en la mano". Y el
trazo se iba animando a más. Ahora un dictado espontáneo, pero no tan azaroso,
de palabras: mama / casa / amor / hijo. Y la birome subiendo y bajando
despacio, legible, con letra cursiva, prolija, aunque levemente inclinada hacia
abajo.
Era la menor de tres hermanos. Menuda, pero vigorosa, había sabido
corretear por la cubierta del Cap Arcona, un trasatlántico lujoso que nada
tenía que envidiarle al malogrado Titanic. Comió ricos tostados y masas en la
Ideal, a la salida del teatro o del cine en familia. Se había asomado a ollas
humeantes infinidad de veces y hecho el repulgue de exquisitos pastelitos de
queso. Nos había perseguido por toda la casa hasta que supiésemos al dedillo la
tabla de multiplicar. Para cuidarnos, había pasado noches de fiebres y llantos
en vela, y madrugado para prepararnos el desayuno antes de ir al colegio.
Zule / mami / madre / Vero: a todos esos nombres respondía aquella que
había vuelto a convertirse en niña, la misma que me había guiado en mis
primeros dibujos y letras. Ésa que, siendo mi madre, se había transformado, al
borde de los 98 años, en mi niña y yo en guía de esos garabatos.
Los ciclos paradójicos de la vida.
Desde hace unos días se marchó físicamente de los lugares que sabíamos
compartir, aunque no del todo porque ahora habita dentro de mí. Y también en la
más fantástica colección de fotos de una persona comiendo todo tipo de tortas,
que atesoro conmigo en mi celular.
Hermosísimo y profundo relato de Amor del Periodista Pablo Sirven que nos envió Néstor Barbarito. Al leerlo uno se da cuenta de cuánto tiene que amar a sus padres para no guardar luego resentimientos. Gracias. Amigo.
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