LUZ…BENDITA LUZ
«Jesús gritó…
¡Yo he venido al mundo como luz,
para que todo el que cree en mí no ande en tinieblas!
(Juan 12,46)
Fue un grito de angustia, o quizás de decepción. Tal era su tristeza ante el descreimiento de sus paisanos, que las palabras escaparon de su garganta con la violencia de un reproche. Él veía llegar “su hora”, y su mensaje no había sido escuchado sino por unos pocos. Muy pocos.
Ya Isaías lo había predicho: «Se cegaron sus ojos y se endureció su corazón para no ver ni comprender; no quieren convertirse a Mí ni que yo los sane» (6,10). Él bien lo sabía, pero una cosa es saberlo y otra distinta es vivirlo. Israel confirmaba la profecía, y hoy Él estaba viviendo con dolor el rechazo de los suyos, que frustraba así sus esperanzas y sus esfuerzos por dotarlos de alas y enseñarles a volar. Una vez más, como cuando el Padre los creara, como en el desierto, como lo iba a hacer tantas veces hasta el fin de la historia, el hombre iba a hacer lo posible por frustrar los sueños de Dios para él.
Pocas veces lo hallé tan humano como en ese grito. Si acaso cuando lloró la muerte de su amigo Lázaro o en el Monte de los Olivos ante Jerusalén, y en la agonía en Getsemaní. Había venido al mundo sólo para alumbrar el camino de los hombres y ellos se negaban a dejarse iluminar; se regodeaban en las tinieblas que ocultaban sus debilidades, sus miserias y egoísmos, y cerraban los ojos para no ver resplandecer aquella Luz. Estaban enfermos y se negaban a ser curados. Él quería que volaran, y ellos se empeñaban en arrastrarse por el lodo.
Te confieso qué me siento tan identificado con ellos... ¡Y tan avergonzado! ¡Cuántas veces agaché la cabeza y miré sólo el barro que mis pies hollaban!Tantas veces lo habré tenido a Él ante mí en la persona de mi hermano, y le cerré las puertas de mi corazón por cobardía o por egoísmo… Talvez porque «No hago el bien que quiero sino el mal que no quiero»(Ro 7,19). No es nada cómodo estar siempre en su presencia. ¡Te compromete con los hombres! Te exige entrega, solidaridad. La vida... Y no brindarla te hace sentir en el alma el gusano del reproche, que a veces más te parece un mastín que un gusano, por lo duro de su mordedura.
Él nos había dicho: «Caminen mientras tengan luz, antes de que la noche caiga sobre ustedes: el que camina en tinieblas, no sabe adónde va».
Sin embargo, «A pesar de los muchos signos que hizo en su presencia, no creyeron en Él» (Jn 12,35-37). Acaso preferimos no verlo.
¡Ah...Señor, es que tu luz es tan aterradora!, deslumbra y enceguece. No permite ver nada que no sea su propia Fuente; ¡nada que no seas Vos mismo! Basta sostenerle por un instante la mirada, para volverse ciego para las cosas del mundo. Sólo deja ver la estrecha senda que conduce a Vos. La puerta angosta. Es un vértigo ante el abismo: atrae con fuerza irresistible. Es el vórtice de un temible huracán que atrapa y arrastra, conmueve y sosiega, sujeta y libera.
¡Luz, bendita Luz! ¡Ah… si me dejara encandilar, podría ver el Camino! Porque es a Vos, ¡sólo a Vos! adonde quiero llegar; en Quién quiero vivir.
¡Señor, que yo me deje alumbrar por ese fulgor, atrapar por ese huracán, hundir en su abismo, liberar por sus cadenas! Y vierta lágrimas hasta que mis ojos se vuelvan arena, porque, en palabras del Pobrecito de Asís, que me engendró a la fe: «El Amor no es amado».
Néstor F. Barbarito
«Jesús gritó…
¡Yo he venido al mundo como luz,
para que todo el que cree en mí no ande en tinieblas!
(Juan 12,46)
Fue un grito de angustia, o quizás de decepción. Tal era su tristeza ante el descreimiento de sus paisanos, que las palabras escaparon de su garganta con la violencia de un reproche. Él veía llegar “su hora”, y su mensaje no había sido escuchado sino por unos pocos. Muy pocos.
Ya Isaías lo había predicho: «Se cegaron sus ojos y se endureció su corazón para no ver ni comprender; no quieren convertirse a Mí ni que yo los sane» (6,10). Él bien lo sabía, pero una cosa es saberlo y otra distinta es vivirlo. Israel confirmaba la profecía, y hoy Él estaba viviendo con dolor el rechazo de los suyos, que frustraba así sus esperanzas y sus esfuerzos por dotarlos de alas y enseñarles a volar. Una vez más, como cuando el Padre los creara, como en el desierto, como lo iba a hacer tantas veces hasta el fin de la historia, el hombre iba a hacer lo posible por frustrar los sueños de Dios para él.
Pocas veces lo hallé tan humano como en ese grito. Si acaso cuando lloró la muerte de su amigo Lázaro o en el Monte de los Olivos ante Jerusalén, y en la agonía en Getsemaní. Había venido al mundo sólo para alumbrar el camino de los hombres y ellos se negaban a dejarse iluminar; se regodeaban en las tinieblas que ocultaban sus debilidades, sus miserias y egoísmos, y cerraban los ojos para no ver resplandecer aquella Luz. Estaban enfermos y se negaban a ser curados. Él quería que volaran, y ellos se empeñaban en arrastrarse por el lodo.
Te confieso qué me siento tan identificado con ellos... ¡Y tan avergonzado! ¡Cuántas veces agaché la cabeza y miré sólo el barro que mis pies hollaban!Tantas veces lo habré tenido a Él ante mí en la persona de mi hermano, y le cerré las puertas de mi corazón por cobardía o por egoísmo… Talvez porque «No hago el bien que quiero sino el mal que no quiero»(Ro 7,19). No es nada cómodo estar siempre en su presencia. ¡Te compromete con los hombres! Te exige entrega, solidaridad. La vida... Y no brindarla te hace sentir en el alma el gusano del reproche, que a veces más te parece un mastín que un gusano, por lo duro de su mordedura.
Él nos había dicho: «Caminen mientras tengan luz, antes de que la noche caiga sobre ustedes: el que camina en tinieblas, no sabe adónde va».
Sin embargo, «A pesar de los muchos signos que hizo en su presencia, no creyeron en Él» (Jn 12,35-37). Acaso preferimos no verlo.
¡Ah...Señor, es que tu luz es tan aterradora!, deslumbra y enceguece. No permite ver nada que no sea su propia Fuente; ¡nada que no seas Vos mismo! Basta sostenerle por un instante la mirada, para volverse ciego para las cosas del mundo. Sólo deja ver la estrecha senda que conduce a Vos. La puerta angosta. Es un vértigo ante el abismo: atrae con fuerza irresistible. Es el vórtice de un temible huracán que atrapa y arrastra, conmueve y sosiega, sujeta y libera.
¡Luz, bendita Luz! ¡Ah… si me dejara encandilar, podría ver el Camino! Porque es a Vos, ¡sólo a Vos! adonde quiero llegar; en Quién quiero vivir.
¡Señor, que yo me deje alumbrar por ese fulgor, atrapar por ese huracán, hundir en su abismo, liberar por sus cadenas! Y vierta lágrimas hasta que mis ojos se vuelvan arena, porque, en palabras del Pobrecito de Asís, que me engendró a la fe: «El Amor no es amado».
Néstor F. Barbarito
Bellísima meditación Néstor. Mil gracias por compartirla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario