«Al fin, cristianos, la muerte cruel no satisfecha con haber ya tantas
veces arrancando del seno de nuestras familias cuanto en ellas teníamos
más amable, padres, hijos, esposos, amigos, caras prendas, pedazos del
corazón, como para echar el resto de su insaciable voracidad, se entró
inhumana en esta capital el día siete de marzo y, de un solo golpe, nos
arrebató con violencia aquella mujer fuerte, que por cerca de veinte
años, la edificó con su vida ejemplar, y la santificó por su
extraordinario celo; aquella mujer sierva del Señor, sierva devota, sierva
fiel y prudente, declarada mortal enemiga del vicio y de sus sombras;
amante firme de la virtud y propagadora incansable de la devoción:
aquella mujer fecunda en pensamientos de santidad; diestra y humilde al
comunicarlos; intrépida y confiada en Dios para ejecutarlos; constante a
todas las pruebas en la necesidad de sostenerlos; aquella mujer
superior a su sexo, émula y aun vencedora del varonil, rara y singular;
cuyo corazón se inflamaba cada momento en deseos de nuestra
santificación. Sí, la muerte cruel, insensible a nuestra pena, sacó de
la tierra de los vivientes aquella mujer…
Más, ¿para qué anda huyendo
de nombrarla, si por último ha de sufrir el ánimo este torrente de
amargura? Salgamos de una vez del paso: vino la muerte
inexorable y acabó con la respetable vida de la Señora María Antonia de
la Paz o, por llamarla con los nombres que la impuso su devoción y
edificante exterior, murió la Señora Beata María Antonia de San José.
Sácala Dios de en medio de nosotros, y quién sabe si porque no éramos
dignos de ella y en grave castigo de nuestros pecados, ya no la vemos
andar por esas calles, los pies descalzos, cubiertos de polvo y todo
fatigado el aliento, conduciendo un cuerpo extenuado con rigurosas
abstinencias, y mortificado con ásperos cilicios, toda ocupada en las
solicitudes del amor de sus prójimos. Ya no admiramos aquel semblante
modesto sin hipocresía, gracioso sin disipación, afable sin bajeza y sin
interés. Ya no hieren nuestros oídos aquellos suspiros de lo íntimo de
su angustiado espíritu, nuncios y desahogo a un tiempo mismo de su
caridad. Su cuerpo yace sepultado como los demás entre la tierra de la
parroquia de la Piedad; y su alma, su buena alma, partió al destino que
Dios justo y misericordioso haya querido darle. ¡Oh, pesadumbre la que
ha venido a recargar nuestro ánimo! ¡Oh, pérdida la que hemos hecho!
Vosotros conocéis bien que más es para llorada que para encarecida, y yo
añado que de los míos.
Porque, ¿quién podrá mejor medir el tamaño de
esta pérdida irreparable, que vosotros mismos, regulándolo por el
precio de los beneficios recibidos por su mediación? Así es que cada uno
de nosotros, inspirado de la gratitud, formó su panegírico interrumpido
de sollozos y de lágrimas
en el momento de su muerte y le repetiréis
todas las veces que venga vuestra memoria la de cuánto debéis a la
Señora Beata María Antonia de San José.
Madre Antula, por favor ruega por este desastre que lastima el mundo. Pide a Dios que pare esta guerra injusta. Protejse a los niños que quedan sin padres. Consuela a todos. Amén.
Elsa Lorences.
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