CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO
CAPÍTULO II
Néstor F. Barbarito
2- ALFONSO - CRISTO
«Ahora
me alegro de poder sufrir por ustedes,
y
completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo
para
bien de su cuerpo, que es la Iglesia»
(Col
1,24)
«—¡Estoy desanimado! Son muchos años
sufriendo. ¿Tanto mal habré hecho para tener que pagarlo con tan terribles
dolores?
—¿Usted
cree que Jesucristo habría hecho mucho daño, para tener que "pagarlo"
con la Cruz?
—Pero
Él… Él era Dios... yo soy sólo un hombre...
Los
ojos del hermano se bañaron en lágrimas y yo, turbado y conmovido, sólo atiné a
decir: San Pablo dice: «Completo en mi carne lo que falta a la pasión de
Cristo». Creo que no supe o no pude decirle más.
Después
de acompañarlo un rato me fui, con el corazón oprimido, y le dejé la promesa de
orar por él, que no acertaba a hacerlo por su estado de dolor y desaliento.
Aquel hombre, después de trece (¡!) operaciones, seguía postrado y llagado, y
sin perspectivas de mejoría.
Caminé
hasta la parada del colectivo. Llevaba el paraguas cerrado en la mano, sin
darme cuenta de que la lluvia había arreciado y me estaba empapando.»
Hasta aquí una nota de mi viejo “diario”.
Mis inicios como ministro del alivio en el hospital de rehabilitación, me estaban
marcando con dureza. No sé si oré intensamente, pero sí ansiosa y
frecuentemente por aquel hermano angustiado, doliente y deprimido. Aquella
noche me costó conciliar el sueño. Intermitentemente oré por él. Más que con
palabras, con el dolor de mi corazón conmovido, que una y otra vez lo ponía en
manos del Padre de las Misericordias.
Aún hoy, más de veinte años después, la
escena de aquella tarde me causa una gran emoción y me duele como si acabara de
vivirla. Luego de aquella tarde, muchas veces oramos juntos con Alfonso, y
hablamos de Dios en Cristo. Nos fuimos adentrando en su misterio.
Después de un par de años, lo trasladaron a
un hogar en el gran Buenos Aires. Allí lo visité varias veces, y cuando dejé de
verlo, Alfonso, había encontrado la paz. Él era un hombre joven aún, y todavía
lo embargaban ilusiones, y Dios lo había compensado por entonces, ofreciéndole
el cariño de una mujer de su edad, que, además estaba postrada en una situación
de salud similar a la suya, brindándoles a ambos la alegría de un amor de
compañerismo y solidaridad.
Uno de aquellos días, desde algún lugar en
el fondo de mi ser, sentí que estallaba como un brevísimo y deslumbrador
relámpago, y tras él, tan tímida y calladamente como un renuevo de acacia o de
ciprés, nació en mi mente una pregunta: ¿no será éste, acaso, el Cristo?, ¿No
será Cristo en persona mi hermano sufriente, sin metáforas ni alegorías? ¿No
será tal vez el lecho de Alfonso la Cruz? ¿No serán esos hierros horribles que
tiene Luis incrustados en su espalda, aquellos clavos fríos y crueles que lo
sujetaban de pies y manos al duro madero? Acaso los pasos inseguros de Jorge,
sean los pasos vacilantes y torpes de mi Hermano Jesús cargando la Cruz. ¿No serán quizás los ojos del Señor, que
perdonaban, los dulces y amables ojos del querido Humberto, que sólo con ellos
puede manifestar su ‘si’, su ‘no’, y mansedumbre y amor, y la alegría y el
dolor que su voz no puede expresar?
Por supuesto que los dolores de Cristo en
la Cruz son de un valor infinito. Más que suficiente para redimir a un millón
de mundos. Esto es doctrina cierta e innegable. Sin embargo, creo que, talvez,
en su también infinita sabiduría y misericordia, Él quiso hacernos un lugarcito
para que participáramos en la tarea de la salvación, y así como, por la
Encarnación, Él se asoció a nuestra condición humana, habría querido asociarnos
a nosotros, en nuestra pequeñez, a su misión redentora.
El Verbo se había empeñado en ofrecer al
Padre una condigna ofrenda, a cambio de que a sus hermanos les crecieran alas
para volar al cielo en lugar de las cortas extremidades con que reptaban por la
tierra, y en su empresa quizás quería asociarnos a nosotros. Como ‘socios
minoritarios’, claro. Tal vez con sólo un par de acciones en “su empresa”. De
todos modos, ofrecerle la obra de su entero Cuerpo Místico cuya cabeza es Él.
Si, como pienso, los pobres, enfermos y
angustiados son hoy parte del Cristo sufriente y redentor, —“La Carne de
Cristo”, en palabras del papa Francisco— creo que puedo concluir que cuando uno
sufre, sufrimos todos, y cuando consuelo a un dolorido, consuelo a Cristo que
es uno con su Cuerpo, y por eso consuelo a la Iglesia entera, una y solidaria.
Quizás al mundo.
Todos y cada uno nos identificamos con
Cristo en el dolor y en la tarea redentora. También en el amor, ya que
difícilmente podamos asemejarnos más a Dios, que es amor, que cuando amamos
pura y santamente. Con amor verdadero; amor de caridad.
Quiero pedir disculpas a mi entrañable amigo y excelente escritor Néstor F. Barbarito porque por distintas y personales causas no pude continuar tu libro en forma más continuada.
Los trabajos que me envían son tantos que me superan y mi salud no permite que pueda estar mucho tiempo sentada en la computadora. Con todo cariño Elsa Lorences de Llaneza
No hay comentarios:
Publicar un comentario