sábado, 10 de agosto de 2019

CAPÍTULO 3 DEL LIBRO CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO. NÉSTOR BARBARITO


CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO

 Seguimos publicando capítulos del libro de Néstor Barbarito y pedimos disculpas al autor por atrasarnos tanto, pero la cantidad de trabajo que nos llega sobre las fechas del calendario y un problema de internet que tenemos me impiden a veces continuar con su trabajo.

                          CAPÍTULO Nº 3


 3 - SU MAJESTAD LA ESPERANZA
  Los caminos del enfermo hacia el amor
                                                     

Durante los años  en que me fue ofrecido el regalo y la dicha de brindarme en el servicio pastoral hospitalario, fui descubriendo los diversos caminos que la gracia imagina, para llegar al corazón de los  hermanos que, muy a su pesar, “aterrizan” en una cama del aquel viejo hospital, ya sea por haber sufrido un accidente, ya por lo que se conoce como accidente cerebro vascular (ACV) o algún otro padecimiento que, en todos los casos, les impide, por lo menos,  movilizarse o valerse por sí mismos.

Así me fue dado percibir distintas etapas por las que suelen atravesar aquellos hombres y mujeres que, en su mayoría, han pasado, casi siempre de un instante para el otro y sin transición, de poseer un absoluto dominio de su cuerpo con un estado de salud plena o bastante buena, a otro en el cual no pueden ni siquiera atender a sus propias necesidades básicas, y en algunos casos tampoco expresarse.
Al comienzo de su enfermedad, en numerosos casos, el enfermo no permite que lo alcancen ni el testimonio de la fe, ni la Palabra de Dios que uno intenta transmitirle, y no pocas veces, ni siquiera los afectos. Y se revuelve lleno de rencor en su castillo interior, como un prisionero en su celda de castigo. No pocas veces fui rechazado por enfermos que recién llegaban de la calle con su pesada carga de dolor y de resentimiento. Algunos, no sólo rechazaban las palabras de pretendido aliento, sino hasta mi propia presencia al lado de su cama. Al parecer, en mí veían ellos la delegación del Dios “culpable” de todos sus males. Y en más de un caso me lo hicieron saber.
Hubo quienes jamás aceptaron su suerte. Se enfrentaban duramente con Dios y con la vida, y no
permitieron el acceso a su prisión blindada y sellada por dentro. ¡Enorme misterio el de la libertad del hombre!  Por cierto, fueron los menos, gracias a Dios. No obstante, confío y oro porque el Espíritu Santo los alcance un día con su gracia y logre conmoverlos.

Otros en cambio, poco a poco fueron cediendo en sus defensas y terminaron por capitular. La compañía y el afecto que los hermanos les brindaban —amor humano con chispazos de cielo—. Ellos habían ido horadando lentamente el blindaje, y un buen día los muros se derrumbaban y el sol volvía a asomar en el alma del hermano, tímidamente al principio, y luego, poco a poco, ganaba intensidad. No pocas veces lo vi brillar a pleno.  

Amparada en el afecto humano; mimetizada con él, entra de puntillas su Majestad la Esperanza. Primero llega la expectativa de la mejoría física; cuando ella se afirma por fin en el enfermo, la batalla puede darse por ganada. La batalla por la vida, y en muchos casos el comienzo del camino hacia la fe y el amor verdadero. Porque, aunque con frecuencia la cura física no se produce u ocurre sólo parcialmente, dejando duras limitaciones, la esperanza sigue haciendo su obra callada en el alma.
Debo hacer la salvedad de que, de los sentimientos que hasta aquí he mencionado, el afecto es el único que depende del agente pastoral o ministro del alivio, o aún del familiar o el amigo que acompaña al enfermo. Éste es un sentimiento puramente humano, bellamente humano, sin dudas sostenido y alentado por la fuerza del Espíritu Santo. La fe y la esperanza, y sobre todo el definitivo amor a Dios en que ambas, asociadas, con frecuencia desembocan al final del proceso, son virtudes infundidas por Dios en su alma. De esta acción del Espíritu he solido ser meramente un espectador admirado y deslumbrado, además de agradecido.

Quiero contarte aquí el episodio de Sergio, un muchacho de unos treinta años a quien durante varios años acompañé en su rehabilitación –por cierto muy escasa en lo físico- y preparé para recibir el bautismo que el Padre Luís le administró en la capilla del hospital, ante la unción y la alegría de gran —¡Hola Néstor -me dijo-  me voy a casa!
-—¡En buena hora, Sergio, y gracias a Dios! -dije, correspondiendo a su sonrisa-. Estoy seguro de que volvés enriquecido como ser humano por la experiencia vivida. ¿No te parece?
Entonces Sergio me dio una de las respuestas más luminosas y conmovedoras que he escuchado en mis años de ministro del alivio, y aún diría que de discípulo comprometido con la trasmisión de la esperanza en Cristo:
—¿¡Cómo!? ¡Soy el paralítico más feliz del mundo! Yo caminaba, pero era un muerto en vida. Ahora estoy vivo. ¡Tengo a Dios!  

¡Regalos que el Señor nos hace de vez en cuando!  Al recordar estas cosas, me siento como el burro de la fábula. Creo que esos regalos son la zanahoria que Dios nos pone ante los ojos de tanto en tanto, para que caminemos tras ella con renovadas fuerzas y determinación. Para que sigamos animosos en la tarea que Él nos confía, de consolar y anunciar la Buena Noticia a todos los hombres, empezando por los más pobres y necesitados. ¿Y quién es más necesitado que quien no tiene salud, y más pobre que el que no tiene esperanza?
cantidad de enfermos y visitantes. Seguí llevándole la comunión regularmente y orando juntos, hasta que una tarde, al entrar en su sala, donde estaba sentado en la silla de ruedas y acompañado por su madre, me saludó con una amplia sonrisa

CONTINUARÁ.

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