miércoles, 6 de febrero de 2019

DEL LIBRO: CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO DE Néstor F. Barbarito. CAPÍTULO II

CONSUELEN, CONSUELEN A MI PUEBLO
CAPÍTULO II

Néstor F. Barbarito 

2- ALFONSO - CRISTO

«Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes,
y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo
para bien de su cuerpo, que es la Iglesia»
(Col 1,24)

 «—¡Estoy desanimado! Son muchos años sufriendo. ¿Tanto mal habré hecho para tener que pagarlo con tan terribles dolores?
—¿Usted cree que Jesucristo habría hecho mucho daño, para tener que "pagarlo" con la Cruz?
—Pero Él… Él era Dios... yo soy sólo un hombre...
Los ojos del hermano se bañaron en lágrimas y yo, turbado y conmovido, sólo atiné a decir: San Pablo dice: «Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo». Creo que no supe o no pude decirle más.
Después de acompañarlo un rato me fui, con el corazón oprimido, y le dejé la promesa de orar por él, que no acertaba a hacerlo por su estado de dolor y desaliento. Aquel hombre, después de trece (¡!) operaciones, seguía postrado y llagado, y sin perspectivas de mejoría.
Caminé hasta la parada del colectivo. Llevaba el paraguas cerrado en la mano, sin darme cuenta de que la lluvia había arreciado y me estaba empapando.»

Hasta aquí una nota de mi viejo “diario”. Mis inicios como ministro del alivio en el hospital de rehabilitación, me estaban marcando con dureza. No sé si oré intensamente, pero sí ansiosa y frecuentemente por aquel hermano angustiado, doliente y deprimido. Aquella noche me costó conciliar el sueño. Intermitentemente oré por él. Más que con palabras, con el dolor de mi corazón conmovido, que una y otra vez lo ponía en manos del Padre de las Misericordias.
Aún hoy, más de veinte años después, la escena de aquella tarde me causa una gran emoción y me duele como si acabara de vivirla. Luego de aquella tarde, muchas veces oramos juntos con Alfonso, y hablamos de Dios en Cristo. Nos fuimos adentrando en su misterio.
Después de un par de años, lo trasladaron a un hogar en el gran Buenos Aires. Allí lo visité varias veces, y cuando dejé de verlo, Alfonso, había encontrado la paz. Él era un hombre joven aún, y todavía lo embargaban ilusiones, y Dios lo había compensado por entonces, ofreciéndole el cariño de una mujer de su edad, que, además estaba postrada en una situación de salud similar a la suya, brindándoles a ambos la alegría de un amor de compañerismo y solidaridad.

Uno de aquellos días, desde algún lugar en el fondo de mi ser, sentí que estallaba como un brevísimo y deslumbrador relámpago, y tras él, tan tímida y calladamente como un renuevo de acacia o de ciprés, nació en mi mente una pregunta: ¿no será éste, acaso, el Cristo?, ¿No será Cristo en persona mi hermano sufriente, sin metáforas ni alegorías? ¿No será tal vez el lecho de Alfonso la Cruz? ¿No serán esos hierros horribles que tiene Luis incrustados en su espalda, aquellos clavos fríos y crueles que lo sujetaban de pies y manos al duro madero? Acaso los pasos inseguros de Jorge, sean los pasos vacilantes y torpes de mi Hermano Jesús cargando la Cruz.  ¿No serán quizás los ojos del Señor, que perdonaban, los dulces y amables ojos del querido Humberto, que sólo con ellos puede manifestar su ‘si’, su ‘no’, y mansedumbre y amor, y la alegría y el dolor que su voz no puede expresar?

Por supuesto que los dolores de Cristo en la Cruz son de un valor infinito. Más que suficiente para redimir a un millón de mundos. Esto es doctrina cierta e innegable. Sin embargo, creo que, talvez, en su también infinita sabiduría y misericordia, Él quiso hacernos un lugarcito para que participáramos en la tarea de la salvación, y así como, por la Encarnación, Él se asoció a nuestra condición humana, habría querido asociarnos a nosotros, en nuestra pequeñez, a su misión redentora.


El Verbo se había empeñado en ofrecer al Padre una condigna ofrenda, a cambio de que a sus hermanos les crecieran alas para volar al cielo en lugar de las cortas extremidades con que reptaban por la tierra, y en su empresa quizás quería asociarnos a nosotros. Como ‘socios minoritarios’, claro. Tal vez con sólo un par de acciones en “su empresa”. De todos modos, ofrecerle la obra de su entero Cuerpo Místico cuya cabeza es Él.

Si, como pienso, los pobres, enfermos y angustiados son hoy parte del Cristo sufriente y redentor, —“La Carne de Cristo”, en palabras del papa Francisco— creo que puedo concluir que cuando uno sufre, sufrimos todos, y cuando consuelo a un dolorido, consuelo a Cristo que es uno con su Cuerpo, y por eso consuelo a la Iglesia entera, una y solidaria. Quizás al mundo.

Todos y cada uno nos identificamos con Cristo en el dolor y en la tarea redentora. También en el amor, ya que difícilmente podamos asemejarnos más a Dios, que es amor, que cuando amamos pura y santamente. Con amor verdadero; amor de caridad.

Quiero pedir disculpas a mi entrañable amigo y excelente escritor Néstor F. Barbarito porque por distintas y personales  causas no pude continuar tu libro en forma más continuada. 
Los trabajos que me envían son tantos que me superan y mi salud no permite que pueda estar mucho tiempo sentada en la computadora. Con todo cariño Elsa Lorences de Llaneza

 

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